jueves, 21 de agosto de 2008

El niño actual: Una subjetividad que violenta el dispositivo pedagógico

Cristina Corea
Fuente: www.estudiolwz.com.ar

Difícilmente exista hoy una palabra más común y más encubridora para nombrar el malestar social que la palabra violencia. Cuando esto sucede, cuando las palabras nombran algo y lo encubren a la vez, estamos ante una buena ocasión para pensar. Con la palabra violencia sucede, en principio, que todos sabemos de qué hablamos: estamos de acuerdo en que la violencia está mal, en que debe ser tratada, apaciguada, desalojada. Sin embargo, en cuanto tratamos de precisar qué es la violencia en el discurso social, cualquier situación o episodio se nos aparece teñido de violencia. Y es allí donde se produce el encubrimiento: porque si todo hecho social es violento, la posibilidad de pensar la violencia se nos escapa como la arena entre los dedos. Es allí donde conviene fijar unos límites, precisar el sesgo de la intervención en torno a la violencia. No tanto para definir qué es la violencia, sino para decidir, en torno a un problema específico, qué es lo violento en la situación en la que se interviene para elucidarlo.
En primer lugar, entonces, voy a situar el problema en torno al cual se produce la violencia específica que quiero tratar: el agotamiento de la infancia moderna en el contexto del discurso mediático produce la caducidad del dispositivo pedagógico. La experiencia del Estado Nación transcurre en una escuela en la cual niñez y porvenir son sinónimos. La experiencia del discurso mediático transcurre en una situación de pura actualidad sin futuro ni pasado; con niños que son figuras potentes y no ya promesas para los adultos. En el discurso mediático habitamos la velocidad y el instante, allí la lógica del relato y del tiempo en progreso son inedificables: ni mañana ni futuro, sólo la pura actualidad del ahora.
Así como no hay niñez sin mañana; no hay educación sin futuro. Sin niños-alumnos no hay maestros ni escuela. Sin infancia, la educación se convierte en un anacronismo. De modo que la aparición de una nueva subjetividad de niño, que podemos llamar niño actual, niño autónomo o niño sujeto de derechos, todas ellas figuras mediáticas del niño, violenta en su emergencia casi desmesurada el dispositivo pedagógico moderno. La tesis de este trabajo sostiene entonces que en la situación educativa actual, el anacronismo del dispositivo pedagógico respecto de las nuevas figuras del niño genera violencia.
Desde la perspectiva semiológica, la violencia no puede ser sino discursiva. Esto significa que la violencia, en estas condiciones, es un desacople entre el enunciado y la enunciación, un desacople entre el lugar que el dispositivo pedagógico les tiene asignados al pedagogo y al alumno y el exceso con que se presenta el niño actual respecto de ese lugar. Sea porque no hay una infancia sino muchas, sea porque no hay un tipo subjetivo niño sino varios y simultáneos, sea porque el niño ya no es un ser débil, porque sabe, porque elige, porque no debe ser formado para el futuro sino que está bien pertrechado y capacitado para desempeñarse en la actualidad que habita, lo cierto es que ese tipo subjetivo irrumpe violentando el sistema de lugares que el dispositivo escolar estatal había establecido. Y lo más serio es que irrumpe no sólo para violentar el lugar de “no ser” al que el dispositivo lo había confinado: irrumpe también para deslocalizar la figura del adulto-pedagogo que se había instituido en el dispositivo; irrumpe para deslocalizar el saber que sobre los niños el dispositivo había acumulado con paciencia.
Si algo nos implicó a maestros y adultos con la infancia moderna, fue precisamente la capacidad transformadora de la educación. Pero ¿qué era transformar por medio de la acción educativa? Era transformar lo que aún no era, o lo que era de un modo rudimentario e inepto, en otra cosa: un niño en un hombre de bien. De lo que se deduce es que si el niño es ser pleno, como sucede ahora, la capacidad transformadora de la educación queda inmediatamente cuestionada. Y queda cuestionada no sólo porque la educación se concibió como transformación de lo que no era en algo razonable para el futuro, sino además, porque lo que el niño tiene de potencia actual no está producido por el discurso escolar, ni por el discurso estatal; sino que está producido por las prácticas mediáticas: lo que el niño puede, lo que el niño es, se verifica fundamentalmente en la experiencia del mercado, del consumo o de los medios: puede elegir productos; puede elegir servicios; puede operar aparatos tecnológicos; puede opinar; puede ser imagen...
Ahora bien, sin referencia a la figura del pedagogo y a la tarea educativa: ¿qué somos y qué hacemos los adultos actuales frente a los niños? Es más: ¿seguimos siendo adultos? Si los niños son autónomos, si saben lo que quieren, si pueden elegir: ¿qué se hizo de la función formativa de los adultos sobre los chicos? Y lo más serio: ¿qué tipo de responsabilidad tenemos ante los niños, cuando ya no es mostrarles el camino; proponerles modelos de ser; proporcionar-les el saber necesario para desenvolverse en el futuro? ¿cuál es la índole de la responsabilidad adulta –si es que es adulta- cuando el niño ya no es inocente; incluso cuando, llegado el caso, el niño es imputable, es decir: responsable? ¿De qué somos responsables nosotros? Las preguntas son radicales, y cualquier apuro por contestarlas está amenazado de violencia, porque corre el riesgo de cubrir, con una representación disponible pero inadecuada, la radicalidad del problema. Por lo tanto, no voy a contestar las preguntas, sino a examinar las condiciones discursivas en las cuales se formulan. Más que contestarlas, quisiera diferirlas, desplegar la serie de consecuen-cias que se abre al formularlas.
Voy a confrontar el discurso pedagógico y el discurso mediático en un punto que me parece decisivo para pensar el problema de la violencia como desacople entre discursos: cómo instituyen los tipos subjetivos en relación con el saber.
Ante todo, el discurso mediático, a diferencia del discurso pedagógico, no produce saber sino información. La diferencia entre saber e información no es temática, sino enunciativa. Vale decir, los mismos temas pueden tratarse como saber o como información. ¿De qué depende? Del tipo de operaciones discursivas que se haga con unos “datos” - si es que puede llamarse así el material discursivo por fuera de una u otra operación-. Mientras el saber es la condición de enunciación del conocimiento, la información es la condición de enunciación de la opinión; mientras el saber es acumulativo, jerarquizado y textual; la información es instantánea, sin jerarquía e hipertexual. El primero se registra por medio de la escritura; la información por vía informática. Todas las operaciones del saber requieren, para llevarse a cabo, la condición de un tiempo acumulativo y la presencia de dos lugares enunciativos: uno que transmite y otro que recibe. Esto es clave porque la subjetividad instituida en torno al saber o en torno a la información es radicalmente distinta: en un caso, estamos ante la figura del maestro, del profesor o del sabio y sus necesarios correlatos: alumno, estudiante, discípulo. En la esfera de la información sólo se produce una figura: la del operador o del consumidor. En el primer caso estamos ante sujetos institucionalmente legitimados en posiciones distintas respecto de la transmisión del saber y en el segundo caso ante sujetos que pueden manejar o administrar indistintamente la información necesaria en el momento oportuno. Lo decisivo aquí es que las operaciones producen dos tipos subjetivos distintos: allí donde el saber requiere dos lugares diferenciados por la enunciación de la autoridad, la información instituye uno solo: el del operador, que se conecta a la información según sus propias necesidades. Entonces, si una situación regulada en principio por el discurso pedagógico es dominada por la lógica de la información, o si la subjetividad pedagógica es destituida de hecho por la subjetividad mediática, el desacople entre los discursos produce violencia.
El saber opera diferencias enunciativas, simbólicas y jurídicas que resultan impertinentes en la lógica de la información. Y aquí hay que tener en cuenta que estamos hablando de un saber instituido sobre un dispositivo de poder y de autoridad específico, que es el de los estados nacionales. El estado respalda las diferencias enunciativas instituidas en torno al saber que, a su vez, instauran las figuras de la autoridad. En el dispositivo pedagógico, el saber se transmite siempre desde una posición de autoridad. Pero sucede que nosotros vivimos una época de desfallecimiento del Estado; según la tesis de Ignacio Lewkowicz, historiador, asistimos al agotamiento de la potencia instituyente del estado nación. Lo cual significa que no hay posición de autoridad, legitimada desde el Estado, desde la cual enunciar el saber. Esta condición histórica afecta gravemente el dispositivo pedagógico: sin posición de autoridad los agentes del saber oscilan entre el autoritarismo y el caos; el saber, tomado por la lógica de la
información, se disemina en opiniones, pareceres, puntos de vista. Y la lógica de la información no requiere autorizados ni delegados; para ella no hay requisitos, ni saberes previos, ni escalafones.
El discurso pedagógico, entendido aquí como el dispositivo educativo de la infancia en el recorrido histórico del estado nación, pensó mucho sobre cómo subjetivar individuos con la transmisión del saber: pensó las prácticas, pensó las operaciones, pensó el registro, y la evaluación del saber. La pregunta es si esas prácticas y esas operaciones son eficaces en condiciones de información y no ya de saber.
¿Qué sucede, por ejemplo, cuando por automatismo del hábito
tratamos la información como saber? Una primera respuesta –que es además una evidencia de la experiencia- es que no sucede nada; que el dispositivo pedagógico se vuelve inoperante e ineficaz en su capacidad de producir efectos transformadores. Ese terreno de inoperancia es la puerta abierta al aburrimiento, a la frustración tanto por parte de maestros como de alumnos, de grandes y de chicos. Es, desde luego, la puerta abierta a la violencia. La pregunta, vuelta a formular, es: ¿cuáles son las operaciones de subjetivación en condiciones de información y cuando la subjetividad instituida ya no es la del maestro o el sabio, ya no es la del alumno o el discípulo sino la de los operadores o consumidores?
Abandono y abuso: una representación del niño actual
Hay dos figuras que encarnan el rostro de los niños actuales: el abandono y el abuso. Con la misma velocidad con que la violencia semantiza cualquier situación social, el abandono y el abuso semantiza la violencia actual ejercida sobre los niños. La infancia de nuestros días es una infancia abandonada o abusada, se escucha a menudo. Y así, con los niños declarados víctimas tenemos cerrado el expediente. Sin embargo, también aquí conviene detenerse. Porque ambos significantes encubren a la vez que enuncian. Nadie duda de que un niño de la calle es un niño abandonado; nadie duda de que la niñez asesina, tanto como sus víctimas, son niños maltratados y abusados. ¿Pero cuánto riesgo de abandono corremos en el respeto abusivo de la autonomía infantil? ¿Cuánto abandono en el elogio de su fortaleza y de su lucidez? ¿Cuánto abuso en la explotación de la autonomía y de la responsabilidad de los niños? El abandono y el abuso son los modos comunes más representados, conocidos y digeridos de tratar al niño actual: se sabe y no se duda, se explica y se sentencia sobre la infancia abusada y abandonada. Sin embargo, como suele suceder con las representaciones, hay en ellas un exceso, un abuso: hay abuso de los términos por un exceso de saber. En el abandono, hay un exceso de representación de la autonomía infantil; en el abuso, un exceso de la representación de la responsabilidad del niño a causa de sus derechos. Allí se produce el encubrimiento: el exceso de saber encubre la imposibilidad de los dispositivos actuales de escuchar de modo genuino la voz del niño.
Cuando los niños tienen voz, pierden su inocencia y adquieren
fortaleza. Los adultos corremos permanentemente el riesgo de abandono y de abuso si la relación con ellos se juega en torno al saber. Porque de esa alteridad nada sabemos. Hay que pensarla. Difícilmente alguien sepa más de los niños que el discurso pedagógico. Pero todo parece indicar que las operaciones del dispositivo pedagógico moderno: educación basada en el principio de autoridad delegado por el estado; formación para el desempeño futuro; transmisión de saber, han perdido eficacia. Quizá persistir en educarlos, en saberlos, en representarlos, en hacerlos saber a ellos incluso de sí mismos, hoy no sea otra cosa que renegar de los niños. Quizá tengamos que aprender a enseñar sin educar, a pensar sin saber, a enunciar de
modo autónomo la figura de la autoridad requerida en la situación y no la que el Estado había representado. Y de cómo alguien se autoriza sin representación: eso es hoy un niño.
Referencias bibliográficas:
Cristina Corea, Pedagogía del aburrido, Revista Palabras. Letra y cultura de la región N.E.A. Nº1, Bs. As., Primavera de 1995
Cristina Corea; Ignacio Lewkowicz ¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre la destitución de la niñez. Bs. As., Ed. Lumen-Humanitas, 1999
Oximoron, La historia desquiciada. Tulio Halperin Donghi y el fin de la problemática racionalista de la historia., Bs. As., Ed. Ignacio Lewkowicz y otros, 1993

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