domingo, 24 de agosto de 2008

Qué hace escuela en la fluidez: tres movimientos configurantes.

Natalia Massei
Febrero, 2008




Este escrito ha sido concebido en el marco de un proceso de formación[1], pero fundamentalmente, es el resultado de un itinerario de prácticas educativas por dentro y por fuera de las instituciones. Nuestra hipótesis de partida, fruto de este recorrido, es que lo institucional ha cambiado profundamente: los límites entre la institución y el afuera devienen cada vez más difusos. En este contexto, trataremos de pensar qué movimientos configuran nuestra práctica docente en los bordes de las instituciones.


01. De la escuela a las situaciones educativas


Para empezar, propongo pensar desde una escena capturada en video[2] que retrata un trabajo con estudiantes de séptimo grado, en una escuela del conurbano bonaerense: la escena nos muestra un grupo de chicos, en un aula escolar, dispuestos en semicírculo y a punto de comenzar una actividad. Algunos de ellos llevan máscaras. El coordinador les propone que se presenten desde los personajes que encarnan esas máscaras, que hablen de lo qué son capaces de hacer. Los chicos juguetean, murmuran, escuchan la consigna dispersándose un poco. En ese clima comienzan a responder y lentamente se van implicando más y más en el juego que va ganando terreno y configurando la situación: “Soy un diablo malvado, soy colorida, soy feroz, soy un despertador, soy dueño del infierno, soy hermosa…puedo robar las carnicerías, puedo cumplir los sueños, puedo hacer linda la naturaleza, puedo robar churrascos, puedo hacer maldades, puedo robar el alma, puedo chorear, afanar, puedo enamorar, puedo manejar una banda de perros”.

La primera sorpresa al entrar en contacto con el video advertir la presencia de enunciados cuestionables desde un punto de vista moral -"puedo robar, afanar, hacer maldades"- que no eran reprimidos ni juzgados por la intervención del coordinador.

Primera novedad: la escuela puede albergar enunciados no escolares.

Intentemos ser más claros: quienes frecuentamos las instituciones escolares sabemos que enunciados de este tipo circulan cotidianamente en la escuela. Ahora bien, esto no significa que la escuela sea capaz de albergarlos. En muchos casos, se trata incluso de todo lo contrario, la institución lucha por erradicarlos, los excluye o en la medida de lo posible, los ignora. Estas presencias que quedan por fuera del discurso escolar devienen entonces enemigos a combatir o fantasmas que nos perturban. Lo interesante de la escena radica en el hecho de que las afirmaciones citadas, lo que ellas representan, constituyen uno de los elementos que componen la situación.

Segunda novedad: el dispositivo logra componer esas inconsistencias y armar algo con ellas. Se organiza una situación donde había caos.

Tras el primer encuentro con este material me preguntaba: ¿Qué tiene que ver esta escena con la escuela? Si bien los chicos se encuentran en ella, ¿dónde está la escuela en esta escena?

Volviendo sobre mis pasos, me parece oportuno ir más allá de este interrogante: ¿Por qué nos interesaría preguntarnos esto? Quizás porque queremos estar atentos a aquellas prácticas, aquellos gestos que logran componer una situación educativa capaz de desplegar su caudal de potencia, de producir afectación: movimiento subjetivo, aprendizaje.

Entonces, es preciso afinar un poco más la cuestión: la erosión de los formatos institucionales que configuraron las sociedades estatales, su incapacidad actual de fundar marcas subjetivas, de moldear a los sujetos a partir de ciertos parámetros socio-culturales, de proveernos una noción de porvenir, nos deja a la deriva. Nuestro suelo, como bien lee Duschatzky es la intemperie[3]. Nuestras coordenadas de intervención han estallado y nos encontramos frente a la dispersión. El caos es nuestro escenario.

Siguiendo esta hipótesis, el sentido de nuestra pregunta inicial se desdibuja. No se trataría entonces de rastrear los vestigios de la escuela, de saber qué es o dónde está, sino de preguntarse qué organiza una situación educativa en territorio desfondado: qué compone escuela en la dispersión.

He aquí nuestra tesis: la escuela no está a priori en ninguna parte, sino que resulta de un acto de creación in situ.

En contexto de crisis del principio estatal de articulación simbólica entre las instituciones, la escuela no constituye un soporte preexistente sino que se compone a partir de la posibilidad de alojar determinadas situaciones que devengan escolares.

No nos interesa trazar un mapa situando las coordenadas de la escuela, como si se tratara de un elemento estático, sino cartografiar[4] los movimientos que hacen posible la composición de situaciones educativas.

Llamaremos situaciones educativas a aquellos anudamientos situacionales que resultando de una composición colectiva den lugar a una experiencia de aprendizaje.


02. De la autoridad a la regla


Volvamos a la escena inicial: ¿qué configura allí la situación, el encuentro entre quienes coinciden en ese espacio, su hacer en común? Como advertimos en el trabajo anterior, se trata del juego. El juego como dispositivo ha sido capaz de componer una experiencia compartida, creando las condiciones de un encuentro -que podría devenir educativo-. En este sentido, podríamos decir que el dispositivo juego logró desplegar el potencial de esa situación. Siguiendo a Rolnik, advertimos que el juego se constituyó como puente entre los chicos y el coordinador: puente de lenguaje[5], no en tanto vehículo sino en tanto creador de mundo en sí mismo. Desde el establecimiento de reglas inmanentes –y no desde la autoridad del coordinador- el dispositivo lúdico configuró una situación.

En tiempos de subjetividades estatales, la autoridad de los mandatos institucionales, encarnados en la figura del docente, ordenaba un determinado escenario educativo caracterizado por la premisa de igualdad de condiciones en cuanto a cierta perspectiva de inserción social (la escuela formaba a los futuros ciudadanos trabajadores). Es un hecho constatable que hoy por hoy, ese discurso no es capaz de interpelar a los chicos que circulan en las escuelas (como ya hemos advertido, el poder simbólico del aparato institucional del estado está en crisis). Sin embargo, lo que se opone a la ley -nos dice Baudrillard- no es la ausencia de ley, sino la regla. Mientras que la primera requiere de un sustento trascendente, la segunda se basa en un encadenamiento inmanente de signos arbitrarios[6]. La regla resulta de una convención arbitraria y situacional que organiza las coordenadas de una situación (en este caso, el juego). No tiene sentido transgredir la regla, quien no la acepta queda por fuera del juego. No hay término medio, la situación se organiza o no.

Interesante aporte: donde leemos caos puede componerse una situación. Que esto sea así o no, depende de nuestra capacidad de activar los posibles alojados en ese territorio.

En relación a esto es interesante remarcar el valor de la confianza cuando se trata de construir formas de sociabilidad por fuera de los lineamientos institucionales: aceptar y respetar la regla como marco de referencia común implica un acto de confianza, la regla no coacciona, sino que propone, invita. Su fuerza de cohesión reside en un acto de confianza mutua.

Pensemos estas hipótesis desde otro ejemplo: hace pocos años, me tocó trabajar como profesora de idioma en un curso de niños de 11 años, en el que desde el comienzo de año tuve serías dificultades para llevar adelante cualquier actividad, ya que se trataba de un grupo muy disperso y con un fuerte nivel de agresividad entre los chicos. Mi materia tenía el estatus de un taller obligatorio pero no evaluativo. En un principio pensé que los problemas de disciplina tenían que ver con ese estatus intermedio: como los chicos saben que no serán evaluados, no se lo toman en serio. Sin embargo esta respuesta no me satisfacía del todo porque que, simultáneamente, daba clases en otro taller similar que no presentaba estos conflictos. Mis primeros intentos para resolver el problema pasaron por un llamado a la autoridad institucional. En primer lugar, apelé a la intervención del maestro responsable del curso y luego a la del director de la escuela, en ambos casos, se pautaron medidas disciplinares para resolver los problemas de conducta que surgieran. Ambos intentos fracasaron. Sobre la mitad del año, la situación seguía siendo la misma. Tras el receso invernal, decidí recomenzar de cero: les planteé a los chicos que era imposible seguir trabajando así y les propuse que diseñáramos juntos un contrato de clase, mediante una actividad que diseñé para ello. Entre todos nos propusimos concretar un proyecto de trabajo para fin de año y establecimos una serie de reglas de convivencia de las que dependería ese proyecto. A partir de ese momento, la situación cambió radicalmente: los conflictos no desaparecieron, pero cuando surgía alguno teníamos criterios comunes para abordarlo y resolverlo como grupo.

Las situaciones no nos vienen dadas de antemano y nuestros saberes resultan insuficientes a la hora de leer los nuevos escenarios. Si los recursos del maestro, eran fundamentalmente su autoridad y su saber, los nuevos territorios requieren de nuevas herramientas para ser habitados -y habitables-.

Es preciso re-fundar el encuentro educativo activando nuestra sensibilidad, nuestra intuición y animándonos a pensar más allá de lo conocido.


03. Del saber a la ignorancia, la sensibilidad y el pensamiento


Así como el maestro no puede apoyarse en su autoridad para sostener el vínculo con sus alumnos, su supuesto saber tampoco le resulta suficiente para desarrollar su trabajo: por un lado, porque en contexto fluido, sin una noción lineal de futuro y de progreso, una práctica educativa que pase exclusivamente por un ejercicio de transmisión se torna imposible pero fundamentalmente, obsoleta.

Por otra parte, postulamos la ignorancia como punto de partida de una intervención que pretenda ser creadora –y por qué no, creativa- puesto que como hemos visto, se trata en principio de crear las condiciones para que algo pueda emerger. En un contexto caracterizado por lo impredecible, el saber –o la pretensión de saber- opera como un obstáculo a la hora de disponernos a hacer algo con lo que hay: nuestras representaciones de la realidad difícilmente coinciden con lo que se nos presenta y en nuestro afán por hacer lo que debemos hacer muchas veces nos desgastamos en el vano intento de moldear esas realidades a las formas conocidas.

Si las herramientas de las que disponemos se nos vuelven una carga, quizás sea necesario despojarnos de ellas en tanto peso muerto y reservarlas para cuando puedan ser útiles. Se trata de ampliar el abanico de posibilidades –de imaginar otros posibles- y de escoger los recursos en función de la situación: ensayar diferentes estrategias para hacer frente a lo contingente.

Del mismo modo que no hay escuela a priori, tampoco hay maestros a priori. La figura del maestro errante[7], invita a pensar en esta perspectiva: el maestro errante no se ciñe a una metodología predeterminada, su accionar está definido por un tipo de sensibilidad, una disposición al movimiento como búsqueda, un estar alerta ante aquello que pueda devenir material de composición.



Algunas ideas finales

Andábamos sin buscarnos
pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.

Julio Cortazar, Rayuela


A lo largo de este trabajo hemos intentado pensar qué movimientos configuran la posibilidad de tramar situaciones educativas en territorios caracterizados por el desfondamiento institucional.

Los tres movimientos que aquí se proponen no constituyen una fórmula ni un método. No pudiendo hacer una lectura homogénea de las circunstancias en las que se desarrolla nuestra práctica hoy, tampoco podremos condensar los recursos disponibles en una metodología generalizadora. Las herramientas de intervención no nos vienen dadas sino que se recrean y se recombinan en el andar, en función de cada situación.

¿Se trataría entonces de un recorrido en soledad? Sostenemos que no. Queda abierta la pregunta sobre los posibles modos de compartir estos hallazgos situacionales, estos gestos que habilitan la emergencia del acontecimiento en nuestro hacer cotidiano. A nuestro entender, lo que atraviesa y trasciende las prácticas singulares es un tipo de subjetividad docente: una disposición a ir más allá de lo pensado, lanzándose a la búsqueda de nuevos escenarios de composición posibles.



Bibliografía citada

Baudrillard, Jean. De la seducción. Cátedra. Madrid 1989.
Duschatzky, Silvia. Maestros errantes. Paidós. Bs.As, 2007
Rolnik, Suely. Cartografía Sentimental: transformações contemporâneas do desejo, Estaçao Liberdade, Sao Paulo, 1989


[1] Diploma Superior en Gestión Educativa (FLACSO)
[2] La escena forma parte de un material filmado por el equipo de investigación del Diploma Superior en Gestión Educativa (FLACSO).
[3] Duschatzky, 2007
[4] Tomamos de Suely Rolnik la idea de cartografía aplicada a los paisajes psicosociales. Esta psicoanalista brasileña plantea que el mapa es una representación de una realidad estática, mientras que la cartografía consiste en un diseño que se va tramando con los movimientos de transformación del paisaje, creando canales para esas intensidades que buscan expresión.
[5] Rolnik, 1989
[6] Baudrillard, 1987
[7] Duschatzky, 2007

jueves, 21 de agosto de 2008

El niño actual: Una subjetividad que violenta el dispositivo pedagógico

Cristina Corea
Fuente: www.estudiolwz.com.ar

Difícilmente exista hoy una palabra más común y más encubridora para nombrar el malestar social que la palabra violencia. Cuando esto sucede, cuando las palabras nombran algo y lo encubren a la vez, estamos ante una buena ocasión para pensar. Con la palabra violencia sucede, en principio, que todos sabemos de qué hablamos: estamos de acuerdo en que la violencia está mal, en que debe ser tratada, apaciguada, desalojada. Sin embargo, en cuanto tratamos de precisar qué es la violencia en el discurso social, cualquier situación o episodio se nos aparece teñido de violencia. Y es allí donde se produce el encubrimiento: porque si todo hecho social es violento, la posibilidad de pensar la violencia se nos escapa como la arena entre los dedos. Es allí donde conviene fijar unos límites, precisar el sesgo de la intervención en torno a la violencia. No tanto para definir qué es la violencia, sino para decidir, en torno a un problema específico, qué es lo violento en la situación en la que se interviene para elucidarlo.
En primer lugar, entonces, voy a situar el problema en torno al cual se produce la violencia específica que quiero tratar: el agotamiento de la infancia moderna en el contexto del discurso mediático produce la caducidad del dispositivo pedagógico. La experiencia del Estado Nación transcurre en una escuela en la cual niñez y porvenir son sinónimos. La experiencia del discurso mediático transcurre en una situación de pura actualidad sin futuro ni pasado; con niños que son figuras potentes y no ya promesas para los adultos. En el discurso mediático habitamos la velocidad y el instante, allí la lógica del relato y del tiempo en progreso son inedificables: ni mañana ni futuro, sólo la pura actualidad del ahora.
Así como no hay niñez sin mañana; no hay educación sin futuro. Sin niños-alumnos no hay maestros ni escuela. Sin infancia, la educación se convierte en un anacronismo. De modo que la aparición de una nueva subjetividad de niño, que podemos llamar niño actual, niño autónomo o niño sujeto de derechos, todas ellas figuras mediáticas del niño, violenta en su emergencia casi desmesurada el dispositivo pedagógico moderno. La tesis de este trabajo sostiene entonces que en la situación educativa actual, el anacronismo del dispositivo pedagógico respecto de las nuevas figuras del niño genera violencia.
Desde la perspectiva semiológica, la violencia no puede ser sino discursiva. Esto significa que la violencia, en estas condiciones, es un desacople entre el enunciado y la enunciación, un desacople entre el lugar que el dispositivo pedagógico les tiene asignados al pedagogo y al alumno y el exceso con que se presenta el niño actual respecto de ese lugar. Sea porque no hay una infancia sino muchas, sea porque no hay un tipo subjetivo niño sino varios y simultáneos, sea porque el niño ya no es un ser débil, porque sabe, porque elige, porque no debe ser formado para el futuro sino que está bien pertrechado y capacitado para desempeñarse en la actualidad que habita, lo cierto es que ese tipo subjetivo irrumpe violentando el sistema de lugares que el dispositivo escolar estatal había establecido. Y lo más serio es que irrumpe no sólo para violentar el lugar de “no ser” al que el dispositivo lo había confinado: irrumpe también para deslocalizar la figura del adulto-pedagogo que se había instituido en el dispositivo; irrumpe para deslocalizar el saber que sobre los niños el dispositivo había acumulado con paciencia.
Si algo nos implicó a maestros y adultos con la infancia moderna, fue precisamente la capacidad transformadora de la educación. Pero ¿qué era transformar por medio de la acción educativa? Era transformar lo que aún no era, o lo que era de un modo rudimentario e inepto, en otra cosa: un niño en un hombre de bien. De lo que se deduce es que si el niño es ser pleno, como sucede ahora, la capacidad transformadora de la educación queda inmediatamente cuestionada. Y queda cuestionada no sólo porque la educación se concibió como transformación de lo que no era en algo razonable para el futuro, sino además, porque lo que el niño tiene de potencia actual no está producido por el discurso escolar, ni por el discurso estatal; sino que está producido por las prácticas mediáticas: lo que el niño puede, lo que el niño es, se verifica fundamentalmente en la experiencia del mercado, del consumo o de los medios: puede elegir productos; puede elegir servicios; puede operar aparatos tecnológicos; puede opinar; puede ser imagen...
Ahora bien, sin referencia a la figura del pedagogo y a la tarea educativa: ¿qué somos y qué hacemos los adultos actuales frente a los niños? Es más: ¿seguimos siendo adultos? Si los niños son autónomos, si saben lo que quieren, si pueden elegir: ¿qué se hizo de la función formativa de los adultos sobre los chicos? Y lo más serio: ¿qué tipo de responsabilidad tenemos ante los niños, cuando ya no es mostrarles el camino; proponerles modelos de ser; proporcionar-les el saber necesario para desenvolverse en el futuro? ¿cuál es la índole de la responsabilidad adulta –si es que es adulta- cuando el niño ya no es inocente; incluso cuando, llegado el caso, el niño es imputable, es decir: responsable? ¿De qué somos responsables nosotros? Las preguntas son radicales, y cualquier apuro por contestarlas está amenazado de violencia, porque corre el riesgo de cubrir, con una representación disponible pero inadecuada, la radicalidad del problema. Por lo tanto, no voy a contestar las preguntas, sino a examinar las condiciones discursivas en las cuales se formulan. Más que contestarlas, quisiera diferirlas, desplegar la serie de consecuen-cias que se abre al formularlas.
Voy a confrontar el discurso pedagógico y el discurso mediático en un punto que me parece decisivo para pensar el problema de la violencia como desacople entre discursos: cómo instituyen los tipos subjetivos en relación con el saber.
Ante todo, el discurso mediático, a diferencia del discurso pedagógico, no produce saber sino información. La diferencia entre saber e información no es temática, sino enunciativa. Vale decir, los mismos temas pueden tratarse como saber o como información. ¿De qué depende? Del tipo de operaciones discursivas que se haga con unos “datos” - si es que puede llamarse así el material discursivo por fuera de una u otra operación-. Mientras el saber es la condición de enunciación del conocimiento, la información es la condición de enunciación de la opinión; mientras el saber es acumulativo, jerarquizado y textual; la información es instantánea, sin jerarquía e hipertexual. El primero se registra por medio de la escritura; la información por vía informática. Todas las operaciones del saber requieren, para llevarse a cabo, la condición de un tiempo acumulativo y la presencia de dos lugares enunciativos: uno que transmite y otro que recibe. Esto es clave porque la subjetividad instituida en torno al saber o en torno a la información es radicalmente distinta: en un caso, estamos ante la figura del maestro, del profesor o del sabio y sus necesarios correlatos: alumno, estudiante, discípulo. En la esfera de la información sólo se produce una figura: la del operador o del consumidor. En el primer caso estamos ante sujetos institucionalmente legitimados en posiciones distintas respecto de la transmisión del saber y en el segundo caso ante sujetos que pueden manejar o administrar indistintamente la información necesaria en el momento oportuno. Lo decisivo aquí es que las operaciones producen dos tipos subjetivos distintos: allí donde el saber requiere dos lugares diferenciados por la enunciación de la autoridad, la información instituye uno solo: el del operador, que se conecta a la información según sus propias necesidades. Entonces, si una situación regulada en principio por el discurso pedagógico es dominada por la lógica de la información, o si la subjetividad pedagógica es destituida de hecho por la subjetividad mediática, el desacople entre los discursos produce violencia.
El saber opera diferencias enunciativas, simbólicas y jurídicas que resultan impertinentes en la lógica de la información. Y aquí hay que tener en cuenta que estamos hablando de un saber instituido sobre un dispositivo de poder y de autoridad específico, que es el de los estados nacionales. El estado respalda las diferencias enunciativas instituidas en torno al saber que, a su vez, instauran las figuras de la autoridad. En el dispositivo pedagógico, el saber se transmite siempre desde una posición de autoridad. Pero sucede que nosotros vivimos una época de desfallecimiento del Estado; según la tesis de Ignacio Lewkowicz, historiador, asistimos al agotamiento de la potencia instituyente del estado nación. Lo cual significa que no hay posición de autoridad, legitimada desde el Estado, desde la cual enunciar el saber. Esta condición histórica afecta gravemente el dispositivo pedagógico: sin posición de autoridad los agentes del saber oscilan entre el autoritarismo y el caos; el saber, tomado por la lógica de la
información, se disemina en opiniones, pareceres, puntos de vista. Y la lógica de la información no requiere autorizados ni delegados; para ella no hay requisitos, ni saberes previos, ni escalafones.
El discurso pedagógico, entendido aquí como el dispositivo educativo de la infancia en el recorrido histórico del estado nación, pensó mucho sobre cómo subjetivar individuos con la transmisión del saber: pensó las prácticas, pensó las operaciones, pensó el registro, y la evaluación del saber. La pregunta es si esas prácticas y esas operaciones son eficaces en condiciones de información y no ya de saber.
¿Qué sucede, por ejemplo, cuando por automatismo del hábito
tratamos la información como saber? Una primera respuesta –que es además una evidencia de la experiencia- es que no sucede nada; que el dispositivo pedagógico se vuelve inoperante e ineficaz en su capacidad de producir efectos transformadores. Ese terreno de inoperancia es la puerta abierta al aburrimiento, a la frustración tanto por parte de maestros como de alumnos, de grandes y de chicos. Es, desde luego, la puerta abierta a la violencia. La pregunta, vuelta a formular, es: ¿cuáles son las operaciones de subjetivación en condiciones de información y cuando la subjetividad instituida ya no es la del maestro o el sabio, ya no es la del alumno o el discípulo sino la de los operadores o consumidores?
Abandono y abuso: una representación del niño actual
Hay dos figuras que encarnan el rostro de los niños actuales: el abandono y el abuso. Con la misma velocidad con que la violencia semantiza cualquier situación social, el abandono y el abuso semantiza la violencia actual ejercida sobre los niños. La infancia de nuestros días es una infancia abandonada o abusada, se escucha a menudo. Y así, con los niños declarados víctimas tenemos cerrado el expediente. Sin embargo, también aquí conviene detenerse. Porque ambos significantes encubren a la vez que enuncian. Nadie duda de que un niño de la calle es un niño abandonado; nadie duda de que la niñez asesina, tanto como sus víctimas, son niños maltratados y abusados. ¿Pero cuánto riesgo de abandono corremos en el respeto abusivo de la autonomía infantil? ¿Cuánto abandono en el elogio de su fortaleza y de su lucidez? ¿Cuánto abuso en la explotación de la autonomía y de la responsabilidad de los niños? El abandono y el abuso son los modos comunes más representados, conocidos y digeridos de tratar al niño actual: se sabe y no se duda, se explica y se sentencia sobre la infancia abusada y abandonada. Sin embargo, como suele suceder con las representaciones, hay en ellas un exceso, un abuso: hay abuso de los términos por un exceso de saber. En el abandono, hay un exceso de representación de la autonomía infantil; en el abuso, un exceso de la representación de la responsabilidad del niño a causa de sus derechos. Allí se produce el encubrimiento: el exceso de saber encubre la imposibilidad de los dispositivos actuales de escuchar de modo genuino la voz del niño.
Cuando los niños tienen voz, pierden su inocencia y adquieren
fortaleza. Los adultos corremos permanentemente el riesgo de abandono y de abuso si la relación con ellos se juega en torno al saber. Porque de esa alteridad nada sabemos. Hay que pensarla. Difícilmente alguien sepa más de los niños que el discurso pedagógico. Pero todo parece indicar que las operaciones del dispositivo pedagógico moderno: educación basada en el principio de autoridad delegado por el estado; formación para el desempeño futuro; transmisión de saber, han perdido eficacia. Quizá persistir en educarlos, en saberlos, en representarlos, en hacerlos saber a ellos incluso de sí mismos, hoy no sea otra cosa que renegar de los niños. Quizá tengamos que aprender a enseñar sin educar, a pensar sin saber, a enunciar de
modo autónomo la figura de la autoridad requerida en la situación y no la que el Estado había representado. Y de cómo alguien se autoriza sin representación: eso es hoy un niño.
Referencias bibliográficas:
Cristina Corea, Pedagogía del aburrido, Revista Palabras. Letra y cultura de la región N.E.A. Nº1, Bs. As., Primavera de 1995
Cristina Corea; Ignacio Lewkowicz ¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre la destitución de la niñez. Bs. As., Ed. Lumen-Humanitas, 1999
Oximoron, La historia desquiciada. Tulio Halperin Donghi y el fin de la problemática racionalista de la historia., Bs. As., Ed. Ignacio Lewkowicz y otros, 1993

miércoles, 20 de agosto de 2008

::Instituciones perplejas

Ignacio Lewkowicz


Fuente: http://www.oei.org.ar/edumedia/pdfs/T15_Docu1_Institucionesperplejas_Lewkowicz.pdf.


Hacia fines del siglo XII, en uno de tantos períodos oscuros, el ya muy reputado doctor Moshé ben Maimón – devenido Maimónides por su extrema sabiduría y su intimidad griega–, sin dudar en apoyarse en Aristóteles para hallar racionalidad en los principios, exigencias y preceptos del judaísmo, escribió el portentoso Moré Nevujim.
Escrito originalmente en árabe, vertido luego al hebreo, no dejó de traducirse. En castellano, constituye una implacable Guía para perplejos. La oscuridad cedió luego un tanto, quizá por efecto de la Guía.
A comienzos del XXI nuestra perplejidad no busca fundamentos racionales para los principios, exigencias y preceptos de una doctrina. Con una desazón más acendrada, no nos es dable esperar portentos semejantes a la Guía.
Corren los tiempos posmodernos. Leemos, por ejemplo, un Evangelio apócrifo. Semejante cosa, ya apócrifa de por sí, existe sólo en fragmentos. Buscamos orientarnos por ejemplo en el fragmento 41: “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena.”
Cobramos un cierto entusiasmo. Sin embargo, ni siquiera apócrifo y fragmentario – al gusto de nuestro tiempo –, el evangelio nos guía en nuestra perplejidad. Después de habernos encantado, nos inquieta el como si fuera piedra. ¿Comporta una ética del tesón o una estética del patetismo? Acaso sólo una impotencia: no podemos edificar como si fuera arena la arena. El evangelio, como todo, se nos disuelve.
Nos preguntamos entonces sino podemos construir como si la arena fuera arena, si la arena es inhabitable de por sí ¿Necesitamos fingir que es piedra para poder construir?
En este punto se nos plantea el problema de la incertidumbre: hemos de ver si nos constituimos como especie capaz de construir sobre la arena sin fingir que es piedra, es decir, si nuestra subjetividad es capaz de habitar un mundo de arena o estamos condenados al anhelo de la piedra.

II El título inicial de nuestro encuentro era Incertidumbre y perplejidad en el hombre contemporáneo.
Ya es un requisito de nuestra circunstancia declarar la perspectiva desde la que se organiza el pensamiento. Cuanto menos unificado esté el mundo simbólico, más heterogéneos resultan los lugares desde los que se piensa. Por método, por vocación historiadora, necesito preguntarme si incertidumbre y perplejidad existen para otro hombre que el hombre contemporáneo, o si son figuras subjetivas exclusivas de nuestra contemporaneidad. Por supuesto, desde un punto de vista, incertidumbre y perplejidad atraviesan las distintas situaciones históricas: son palabras establecidas, largamente acuñadas. Pero desde otro punto de vista perplejidad e incertidumbre son insumos específicos de la constitución subjetiva contemporánea. En plan de historización, me interesa tomar esta segunda vía. Así, imagino que incertidumbre y perplejidad resultan términos inevitables de la situación actual.
Sin embargo, en tanto términos presentes, puede diferir su estatuto según varíe el estatuto del presente: presente de tránsito, presente a secas. La incertidumbre y la perplejidad actuales, ¿sobrevienen porque venimos de una época y pasamos a otra, o sobrevienen a causa del modo propio de ser de esta última? Insisto en este punto no sólo porque forma parte del oficio de historiador aclarar lo obvio hasta que devenga problemático, sino también –o sobre todo– porque en esta diferencia se manifiesta la condición más sorprendente de nuestra perplejidad: acaso no sea sólo momentánea.
La perplejidad ¿sobreviene por el hecho de haber abandonado un terreno habitual, o por el hecho de estar aquí independientemente de la procedencia? Si sobreviene por haber abandonado un terreno habitual, la perplejidad nos abandonará cuando nos habituemos al nuevo horizonte. Pero si la perplejidad es un dato de la dinámica inmanente de lo que estamos viviendo, entonces vino para quedarse. Y en este sentido, una perplejidad estable sí es una novedad: una perplejidad que no se destina como transición sino como un hábito, incluso como un hábito saludable. Quisiera forzar los argumentos para llegar a comprender esta postulación que, por ahora, pido que me sea concedida.

III Oficialmente vivimos en una entidad temporal derivada del sistema métrico decimal: siglo XXI. Para circunscribir nuestra contemporaneidad nos preguntamos si además de una casualidad numérica hay algo que nos permita delimitar alguna especificidad del siglo XXI. Es cierto que ha transcurrido poco tiempo; pero también es cierto que es nuestro tiempo. Parece que a Eric Hobsbawm el siglo XX le resultó corto.
No es cuestión de gusto.
No resultó corto porque –como en un buen film– uno quisiera que continuara. Resultó corto porque el conflicto que lo estructuraba se agotó antes de la fecha de vencimiento: 1999.
El siglo XX de Hobsbawm, es decir el siglo XX históricamente pensado, comienza en 1914 y termina en 1991. Ahora bien, la cifra de fin de siglo XX no tiene por qué coincidir históricamente con la de comienzo del XXI. Fuera de las convenciones decimales, no sabemos cuándo empieza el siglo XXI.
Hobsbawm caracterizaba al siglo XX como el siglo de la confrontación entre el capital y el trabajo.
En buena historia marxista, cualquier fenómeno del siglo XX se puede reducir a través de buenas dosis de mediaciones, a la contradicción funda-mental entre capital y trabajo. Ahora bien, nuestra circunstancia, ¿es inteligible desde ese par? Si no es inteligible desde ese par, entonces, aunque oscuramente, ha comenzado nuestro siglo XXI. Si perseveramos en el camino historiador para comprender el siglo –o cuando menos el ciclo– que llamamos XXI, tendremos que hallar la línea de conflictividad que tensa nuestra experiencia. Ahora bien, ¿de qué eje de conflictividad disponemos para pensar algo así como una autonomía conceptual del siglo XXI? Se suele hablar de un mundo unipolar. La imagen unipolar hace vacilar nuestra comprensión de la polaridad. Intentemos configurar lo que nombra esa imagen.
Tenemos un centro dinámico, un centro aglutinante, que es el flujo del capital financiero. Del otro lado no hay otro polo que organice: lo otro respecto del núcleo activo no es un polo; es una dispersión. Nuestra conflictividad actual no se da entre dos términos opuestos en un mismo plano sino entre un plano y su residuo, entre un plano y su resto. O mejor, entre algo que no es un plano sino flujo y la materia diseminada que va dejando dispersa en su fluir. Si quisiéramos organizar nuestra experiencia según algún conflicto esencial podríamos pensar el siglo XXI, ciertamente de modo prematuro, como el siglo de la conflictividad entre el capital financiero y los conjuntos socia-les; o, si se quiere, entre el andamiaje virtual tecnológico por un lado y los arraigos reales prácticos por otro; o entre la dinámica económica de flui-dos y nuestra intuición social de lógica sólida. Vivimos en circunstancias en las que se ha desintegrado la instancia aglutinante que era el Estado. Para no incurrir en nostalgia falsa, recordemos que el Estado era esa cosa totalizante, alienante, opresiva, serializadora. El Estado desapareció como instancia meta, como instancia de otro nivel, articuladora de la totalidad social. Esto no implica emitir ningún juicio de valor. Ni se ha perdido ni nos hemos liberado del Estado meta-articulador: meramente ya no hay. El Estado era esa instancia meta que integraba, como meta-institución o como supra- institución, las demás entidades, sobre todo, las integraba como instituciones. Era el principal productor mundial de solidez. Las prácticas de globalización –las prácticas tecnológicas de comunicaciones, virtualidad financiera y flujo informático– disuelven esa instancia supra. La fluidez globalizante nos sitúa en un terreno de pura facticidad en tanto no dispone una trascendencia estatal integradora, capaz de proveer sentido – recordar: sentido alienante, sentido totalitario, para no andar extrañando de modo indebido. Así, lo inédito de nuestra experiencia es transcurrir en un plano de pura facticidad –sin trascendencia ni inmanencia–.
La antigua solidez estatal, atravesada por los flujos de capital, se fragmenta en islotes. Esa fluidez del capital deshace efectivamente la antigua consistencia totalitaria proporcionando fragmentos inorgánicos en vez de partes de un todo. ¿Es posible transformar en situaciones habitables lo que en principio no son más que fragmentos? ¿Estamos condenados a anhelar el estado que totalice para después poder lidiar con él? ¿Puede prescindir nuestro pensamiento de la instancia de destitución del estado para convertir esosfragmentos inorgánicos en situaciones con sentido? ¿Necesitamos fingirque es piedra la arena?

IV Paso ahora al otro extremo del planteo. ¿Qué sucede en las instituciones? ¿De qué se sufre en las instituciones? Me gustaría postular que el modo de sufrir en las instituciones se agrava porque nuestras teorías del sufrimiento en las instituciones suponen unas condiciones que son las que precisamente se están desvaneciendo. No sólo se sufre de lo que se sufre sino también de no sufrir aquello para lo cual teníamos remedio. Brevemente, en las instituciones no padecemos por fijación sino por volatilidad de los agrupamientos. No nos apena tanto la expulsión como la superfluidad, en un indefinido adentro/afuera: no padecemos el encierro del adentro ni la exclusión del afuera, sino por no estar ni adentro ni afuera. No nos abruma el enclaustramiento, sino que nos desmentaliza la dispersión. No padecemos una topología esquemática sino otra cosa que topología. No lidiamos contra la imposición de un sentido fijo, sino contra –la preposición es abusiva– una insensatez ilocalizable. En definitiva, no lidiamos con nuestro venerable fascismo –que obligaba a pensar de una manera– sino con la estupidez –que nos impide pensar de cualquier manera–.
A beneficio de la hipótesis recién enunciada, admitamos que esta descripción toca alguna hebra de nuestras realidades. Vamos a necesitar algún esquema para pensar el tipo de alteración que están transitando las instituciones y la alteración de las condiciones en las que pensar la institución. Aunque no entendamos muy precisamente qué significa, podemos admitir que esta alteración se enuncie como pasaje del paradigma Estado al paradigma mercado.
Estado y mercado se intuyen bastante bien. Paradigma, en el uso abusivo que solemos ejercitar, es prácticamente un énfasis; viene a decir o a querer decir que no se trata del mero cambio de una cosa sino de un cambio simultáneo y complejo de una cosa, de la modalidad de una cosa, de los modos de pensar la cosa, del contexto de la cosa, de las condiciones de la cosa, de las condiciones del observador y de las relaciones del observador y la cosa que hacen que no sean ya posibles los observadores ni las cosas: el paradigma mercado afecta esencialmente el proceso mismo de pensamiento.
Así como el Estado constituía la condición básica del pensamiento en diversas esferas y escalas –conservador o revolucionario, a izquierda o a derecha, en pequeñas organizaciones y a nivel planetario, en pensamiento dogmático y en pensamiento crítico–, así también, el paradigma mercado opera tanto para el directorio de una corporación mega como para los modos de ocupación de una fábrica recuperada.
No se trata de una condición de clase sino de una condición de época.
Vemos que, por un lado, cambian las formas de sufrimiento. Vemos que, por otro, se altera el paradigma de la experiencia social. Nos queda ingresar en el mecanismo de conexión entre ambas alteraciones. Caso contrario, sólo tendremos una seca correlación cronológica. Pensemos entonces la relación entre estos modos específicos de sufrimiento en las instituciones actuales y la alteración esencial del paradigma. Quizás así podamos pensarlas, habitarlas, incluso hacerlas.
Las instituciones transitan la ruina del Estado como modo de ser, de hacer y de pensar: un modo basado en la territorialidad, el encierro, la soberanía, la representación, la reproducción. La lista de rasgos no es exhaustiva y tampoco homogénea, pero intenta indicar la serie de servicios –para hablar en el lenguaje del mercado– que el Estado prestaba en la constitución misma de lo institucional.
Porque en esta línea –si admitimos que el Estado presuponía estos predicados– el Estado era la institución de las instituciones, constituía una metainstitución exhaustiva que aseguraba las condiciones de cualquier institución.
Porque –como intentaré defender enseguida– no es concebible la institución sino en un marco institucional. Es inconcebible la institución sin metainstitución que disponga las condiciones. Y el Estado proveía no sólo el esquema mismo del ser institución; también aseguraba las condiciones efectivas para el existir de las instituciones.
Porque la institución en su concepto formal mismo incluye una función decisiva: la re-producción. Tan es así que el sufrimiento institucional en tiempos institucionales estaba causado por la imponente inercia de esta función reproductiva, una inercia capaz de arrasar cualquier subjetividad, pensamiento u operación que emergiera disonando con la homogeneidad estable de la estructura.
Ahora bien, la reproducción de un término sólo es posible si se reproduce su entorno operativo, sus condiciones de posibilidad. Se tienen que reproducir también las condiciones de reproducción de ese término. Las condiciones de reproducción de un término son a su vez otros tantos términos que tienen que hallar sus propias condiciones de reproducción. Es aburrido, pero sin eso no tenemos institución posible. Un término se reproduce si también se reproducen los demás términos que le proveen las condiciones.
La función del Estado obliga y garantiza la reproducción de unos términos de modo tal que se reproduzcan también los otros. En la cadena institucional estatal, el desfasaje de uno de los términos desbarata la serie.
Por ese motivo el reconocimiento estatal de las personerías gremiales, empresariales, jurídicas, etc., impone el requisito de identidad a las organizaciones. Los estatutos proveen identidad; la identidad interioriza la exigencia de reproducción para sí y para otros términos. El contralor estatal, el paradigma institución impuesto sobre las organizaciones, tendía a garantizar un suelo estable en el que fuera posible la reproducción, pero en que a la vez sólo fuera posible la reproducción. Los estatutos, los reglamentos, las memorias aprobados por el Estado, constituyen los núcleos de identidad y de perseverancia de las instituciones. Esta condición hoy se desbarata.
La alteración de la que hablamos es el desfondamiento del Estado, la descoordinación de las organizaciones, la destitución de la metainstitución que proveía las condiciones de reproducción y el requisito de reproducción, es decir, simultáneamente la exigencia y la posibilidad de que los términos que la pueblan se reproduzcan.
Entonces, no estamos en la ruina de las instituciones, en la crisis de las instituciones, sino en el agotamiento de lo institucional mismo por desfondamiento de su condición estatal metainstitucional.
En una imagen: el desfondamiento no remite a la caída de lo edificado sobre un suelo sino a la licuación de ese suelo mismo. No es el derrumbe de lo que sobresalía de una superficie, sino la alteración esencial de esa superficie.

V- Para alejar un poco de los términos Estado y mercado –con sus falsas transparencias– este pasaje se puede describir también en términos de otro par –acaso también engañoso, pero de distinto modo.
La multiplicación de imágenes engañosas al menos nos precave de sustancializar una metáfora. Transitamos entonces el pasaje de la solidez a la fluidez.
La condición fluida nos induce a preguntarnos si somos capaces de habitarla, si el pensamiento es capaz de pensarlas y, correlativamente, diseñar estrategias que la habiten.
No es sencillo, pues ese esquema lógico que llamamos institución no resulta apto para la fluidez. Supone algunas condiciones de reproducción que la fluidez se abstiene tenazmente de proveer.
Más grave aún; cualquier reproducción en suelo no reproductivo tiende al desquicio, a una especie desquiciada de reproductividad sin reproducción.
En condiciones alteradas, en condiciones de fluidez, la forma y la función, tan ajustadamente calibradas para las sólidas condiciones estatales, se alteran.
No digo que no existan instituciones, sino que lo que se llama institución no puede sostenerse ya en su esquema ontológico de reproducción; conserva el nombre y acaso algo más. Y esto, insisto, tanto para el pensamiento de la emancipación como para el Estado y los holdings, tanto para los pequeños agrupamientos, como para las estrategias piqueteras y las tácticas partidarias.
Vemos en una oscura fulguración que una ontología supone condiciones; y a la vez vemos que las condiciones supuestas por la ontología estatal se han derretido.
Una imagen puede colaborar. El Estado –el estado nacional, soberano– era el tablero dentro del cual transcurría la existencia de un conjunto de entidades que llamamos instituciones. Los diversos modos de agrupamiento tenían una dimensión institucional. Una de esas instituciones, una pieza de ese tablero, era el mercado liberal. Ese mercado era una laguna en medio de un continente sólido. Literalmente el sólido continente institucional contenía la laguna. Pero esa laguna crece, se desborda, se vuelve incontenible. Lo llaman neoliberalismo, o tercera ola, o globalización, o algo. Se ha revertido la trama; esa laguna devino océano. Esa laguna que era una pieza del tablero estatal se convierte ahora en el tablero de otra lógica. Ahora todas las demás piezas transcurren en el ámbito propio de lo que era sólo una pieza. Esa pieza devino hegemónica, devino condición de todo el juego y alteró el juego de modo tal que las antiguas piezas no conocen las reglas de este nuevo juego.
Quizás las reglas no sean desconocidas sino meramente inexistentes. A la vez, el Estado que era el tablero, en esta reversión, se convierte en una pieza entre otras. Ese océano es un medio fluido en el que las conexiones resultan esencialmente aleatorias. En principio no son más que fragmentos inconexos. Sin embargo se conectan por las consecuencias que los movimientos de cada uno impone sobre otro.
Pero esa conexión por la vía de las consecuencias no produce una articulación lógica pues no devienen por eso partes de un todo, y sin embargo tampoco son entidades autónomas. Los términos se conectan, producen consecuencias unos sobre otros y otros sobre unos; no se componen en una lógica; se mueven en una dinámica. Los fragmentos se conectan ocasionalmente sin perder su carácter fragmentario. La dinámica del fluido se puebla de choques contingentes.

VI Esa conexión entre términos heterogéneos en un medio fluido es la fuente de la incertidumbre contemporánea. Nuestra incertidumbre es propia de nuestra época.
Por poner un ejemplo, nuestra incertidumbre actual no se angustia ante los problemas de la predestinación –cuestión central de la subjetividad calvinista; fuente específica de incertidumbre específica. Nuestra incertidumbre no es la de Maimónides.
El lugar que ocupa cada uno en el plan divino resulta más secundario que, por ejemplo, el lugar en que el fluido dispone para recibir o despedir la nueva ola o el nuevo reflujo de capital. Los planes divinos eran menos contingentes que los del capital.
En un medio sólido, las conexiones entre dos puntos permanecen estructuralmente. En un medio fluido las conexiones entre dos puntos son siempre contingentes. En un medio sólido, dos puntos cercanos permanecen cercanos si no se produce un corte que los separe. En un medio fluido, dos puntos cercanos permanecen cercanos sólo si hacemos lo pertinente para que permanezcan cercanos. Si no, su destino es derivar, desperdigarse, dispersarse.
La incertidumbre contemporánea no es un fenómeno de orden epistemológico –hay algo que no sé, sobre eso no tengo conocimiento– sino de orden ontológico –sé perfectamente que eso está en sí indeterminado y a la deriva.
Como sujetos de conocimiento no ignoramos las determinaciones de lo real; nuestra incertidumbre es el correlato verídico de la indeterminación de lo real.
No padecemos de incertidumbre respecto de unas determinaciones, sino un acuerdo perfecto entre la indeterminación de lo real social, la indeterminación de lo real económico, la indeterminación de la interfase entre lo económico y lo social y nuestra incertidumbre.
Nuestra incertidumbre no encuentra bálsamo: es demasiado certera.
Hoy no podríamos escribir la Guía para perplejos. El perplejo en nuestros días está bien ajustado; está en lo cierto, traduce el modo de ser de lo histórico social, no desconoce nada. Pero entonces necesitamos ser otros.
Así, incertidumbre y perplejidad no son ya nombres de lo que accidentalmente nos sobreviene por desgracia sino más bien términos habituales que nos sobrevienen porque no pueden más que sobrevenir crónicamente.
Corremos el riesgo de la banalizar la incertidumbre y la perplejidad porque han devenido términos habituales. Pero banal y habitual no tienen por qué ser fatalmente sinónimos. Que los términos incertidumbre y perplejidad se hayan generalizado como términos significa que tergiversados, atravesados, banalizados, como sea, se han instalado como términos de una subjetividad que ya puede traficar con esas palabras de manera un poco más relajada.

VII Recapitulemos. Nuestra perplejidad es actual, bien actual. No procede de nuestro desconocimiento sino de la indeterminación intrínseca de la realidad social. O mejor, de nuestros modos de producción.
Pues los modos de producción de realidad actuales requieren enfáticamente la heterogeneidad y la contingencia.
Esta heterogeneidad en los modos de producción de realidad a su vez deriva de la multiplicidad de agentes autónomos y la heterogeneidad de las lógicas que estos agentes ponen en juego para producir sus realidades –realidades habitables para tales agentes–. Si llamamos heterogéneos a los términos que difieren en su génesis y llamamos heterólogas a los que –independientemente de su génesis– operan lógicas incompatibles o inconmensurables, veremos que los modos actuales de producción de realidad no sólo son heterogéneos sino también heterólogos.
Tanto como decir que no hay manera de concebir –fuera de una configuración situacional contingente, una articulación de los modos de producción en una realidad. No es posible síntesis alguna, ni global ni local. Pues los términos heterólogos están permanentemente afectando, solicitando, atacando, anexando los términos de nuestra configuración local actual sin por eso volverse homóloga.
Veamos ahora un detalle de la condición fragmentaria. Sin estado, dos bichos sapiens no tienen posibilitada su relación. Si dos homo sapiens no pueden humanizarse mediante una tercera instancia trascendente que los disponga como semejantes, no tienen modo de instituirse como semejantes.
En condiciones de estado, cualquier cuerpo humano es el de un semejante –un cuerpo representa un sujeto para otro cuerpo–.
Pero en condiciones de mercado no es un semejante, es mucho más y mucho menos que eso. En principio es un cuerpo; tan sólo un cuerpo. Con arte y maña, luego, es un otro, solamente un otro. Sin instancia que nos presente mutuamente como semejantes, el otro es otro que yo, o mejor, nada que ver conmigo. Y en la medida en que es otro, se me torna cada vez más imprevisible. Porque según la construcción histórica de la semejanza puedo imaginar que el otro está organizado por una estructura semejante a la que me instituyó: para mí es calculable.
Pero en función de la pura diferencia en que el otro es otro, mis acciones respecto de él van a estar siempre marcadas por un margen esencial de incertidumbre. Cada punto, individuo, familia, grupo, institución, partido, empresa, organización, se conecta con otros que no son semejantes porque no se subordinan a una instancia totalizadora que los distribuya en una estructura. Así, cada uno está conectado con otro, con otro, con otro, de manera que el efecto de esos otros sobre uno no opera según el régimen de la causa. Nos conectamos por la consecuencia, pero no por la consecuencia discernible lógicamente, derivada de una causa, sino por lo que sobreviene como pura consecuencia.
Pues el otro es efectivamente otro y no un semejante tramado conmigo en una estructura. Lo sé por la consecuencia.

VIII Francis Fukuyama hizo carrera predicando el fin de la historia. Pero su historia no terminó ahí. En busca de un poco de consistencia para su definitivo capitalismo parlamentario, encontró otra piedra filosofal. Hace poco publicó un tremendo volumen que se llama Trust, traducido como Con-fianza.
Ahí plantea que las relaciones sociales en condiciones neoliberales se sostienen exclusivamente en la confianza. En medio de la incertidumbre, la confianza. Es raro, ¿no? Pero esa extrañeza resulta interesante.
Para aproximarnos a la idea, para no confundirla con imágenes amistosas de la confianza, la llamamos confianza desesperada.
La confianza desesperada, tal como la entendemos en Fukuyama, predica que lo único que sostiene es la confianza. Desesperada, no se trata de la confianza en la solidez de alguna instancia confiable sino de la confianza en que si no lo sostenemos mediante la confianza, el mundo-mercado se desintegra.
El mundo de la incertidumbre, desde la ideología propia de polo de poder de ese mundo, impone la necesidad de confiar, pero no porque constituya una entidad confiable sino porque, si no se confía, se derrumba. Esa es la confianza desesperada. Confianza en los poderes cohesivos de la confianza. Confianza en que la confianza es lo único que nos queda. Confianza en una apuesta –a ciegas, pero forzada– en la confianza.
Confianza en que la afirmación de la confianza nos aleja de la subjetividad desdichada. ¿Cómo confiar en otros que son otros? No basta con la confianza para habitar la fluidez. Pues no estamos ante un semejante posible sino ante un otro en tanto que totalmente otro, instituido como otro y para nada ocultado como otro.
La confianza se nos complica, sobre todo si no contamos con dispositivos confiables con los que tratar la diferencia con ese otro. La confianza no basta para pasar del fragmento a la situación; es preciso pensar de otro modo, hacer de otro modo, hacerse de otro modo, constituirse de otro modo, hacerse cada vez, hacerse en cada situación: confiar de otro modo.
Martín Buber comprende que el mundo genera en nosotros el lugar donde recibirlo; no somos nosotros los que recibimos el mundo; no es el mundo el que se instala en nosotros; sino que genera en nosotros un lugar en el que albergarlo. Si el mundo es estable, ese lugar en nosotros para acoger-lo será estable; pero si el mundo es inestable, el mundo irá instalando sucesivamente en nosotros condiciones diversas para recibirlo. Porque hay situaciones en las que uno no responde frente a un estímulo sino que se constituye desde el estímulo. Ahí uno está descolocado: cuando no tiene con qué responder y tiene que hacerse, constituirse, a partir de eso que se presenta.
En el momento de perplejidad, no tenemos en nosotros el sitio en que albergar ese estímulo a través del cual se nos presenta el mundo. No se puede responder sino configurarse. Se responde con institución; se configura con organización. Las organizaciones –nombre de resonancia empresarial por un lado, militante por otro, pero a fin de cuentas un nombre razonablemente genérico– designan en este caso los modos de agrupamiento en condiciones de fluidez.
Bajo el nombre de organizaciones, los agrupamientos ejercen en la incertidumbre –del mismo modo que bajo el nombre de instituciones ejercían en un mundo mayormente calculable. Para estas organizaciones, en tiempos de alteración ninguna figura a priori, ninguna estructura interna resulta eficaz en su operatoria.
El índice de eficacia de la organización es la velocidad para configurarse frente a estímulos, provocaciones, causas, dislocaciones que sobrevienen de modo contingente. Al igual que en las instituciones, puede haber nombres y cargos, pero no hay, no puede haber, lugares en el sentido estructural del término.
En las organizaciones, los nombres y cargos no remiten a sitios regulares del organigrama. Pueden regir una planilla de remuneraciones o una placa de honores, pero no indican una operatoria estandarizada.
Sin lugares sólo hay operaciones de existencia en la fluidez. Las operaciones requieren una buena dosis de confianza desesperada. Desesperación abunda; lo que suele escasear es el ingrediente confianza.
Como las condiciones en las que tienen que operar las organizaciones son inanticipables, ninguna configuración previa resulta adecuada a su objetivo o a sus funciones. No puede confiar ya en el buen orden del mundo real; no puede confiar ya en su propia buena estructura.
Sólo puede –y por ende tiene que– confiar en su capacidad de configurarse en la ocasión a partir de su perplejidad.
La organización, la institución actual, trabajará activamente para configurarse en cada circunstancia; el resto es dispersión. Así lo dispone la condición fluida en la que opera, pues la relación entre dos puntos ligados no se garantiza por estructura sino que se posibilita, cada vez, por una operación actual.
Permanecen conectados sólo si una operación activa y eficaz los mantiene actualmente ligados. La tendencia inmanente del fluido se orienta a la dispersión. Lo que no se está cohesionado, se está dispersado. El medio fluido no tiene una inercia de conservación sino de disolución.
La fuerza principal de cohesión en las organizaciones es el pensamiento. Si las instituciones estatales sabían, las instituciones fluidas se definen por su capacidad de pensar.
En las instituciones estatales el pensamiento tendía a ser un lujo, e incluso un lujo peligroso, capaz de disolver la sabia estructura reproductiva, cerrada pero consistente. En condiciones de fluidez, el pensamiento es la condición de posibilidad de una organización-institución, caso contrario, se vuelve pura dispersión o patología de excrecencia.
Llamamos aquí excrecencia, según el dialecto ontológico de Badiou, a los términos que están representados pero no presentados: paradigma del anacronismo, espuma ontológica del agotamiento.
Más claro, la excrecencia es una exhaustiva reproducción de funciones que no cumplen función alguna, reproducción perfecta de lo ineficaz, por lo tanto, ruina de esa misma reproducción perfecta –pues la eficacia era una de las condiciones de su reproducción–.
El pensamiento que realiza las operaciones capaces de ligar algo en las organizaciones es un ars, una tekhné de renovar condiciones o de desautomatizar respuestas.
No es doxa ni episteme.
Pues la irregularidad de los estímulos, el aluvión de provocaciones, solicitaciones y destituciones obliga a operar permanentemente sobre términos, sobre condiciones, sobre circunstancias para las que la institución no está preparada.
Destaquemos, de paso, una condición actual: antes de la circunstancia nadie ni nada está preparado para tratarla; estrictamente, nada está a la altura de las circunstancias.
Para tratar sus problemas la organización ha de configurarse ad hoc.
Las organizaciones que llamamos instituciones, privadas de su esquema ontológico, pueden ganar otro. Eso sucede si se determinan instante a instante por el pensamiento, por el pensar y hacer pensar. Ganan si van donde el pensamiento y no los estatutos las llevan. Caso contrario, insisto, devienen inoperantes por suponerse un ser.

X- Distingamos esquemáticamente dos comportamientos materiales de la flexibilidad
1. Una superficie puede dejarse moldear elásticamente por la actividad configurante del pensamiento y adoptar una forma. Una superficie puede dejarse moldear plásticamente por la actividad configurante y adoptar una forma. La diferencia no es sólo una letra –e por p–. La superficie plástica adopta sin resistencia la configuración reciente. La forma elástica resiente la deformación. Anhela la cesación de la nueva forma, que es percibida como deformación. Su propia forma es buena forma. Apenas pasada la presión actual, volverá aristotélicamente a su forma natural.
Tomemos en su literalidad la imagen de la globalización. Pongámosla en diálogo con la dinámica previa: el progreso. Imaginemos que el conocimiento es un globo; progresa conforme se infla. Cuanto más crece, mayor es la superficie de contacto con el desconocimiento. De pronto, su paroxismo, la superficie ya no soporta la presión. El globo explota Y entonces, queda todo mezclado, el conocimiento con el desconocimiento. Adentro-afuera han explotado.
La globalización así entendida suprime frontera adentro-afuera. Lo cual, naturalmente, no significa que estemos todos dentro.
Definida una organización por su capacidad para configurarse al pensar en cada circunstancia cambian esencialmente los modos de pertenencia.
La subjetividad institucional transita por otros carriles –o ni siquiera carriles–.
No es posible pertenecer a las instituciones en términos topológicos o binarios –adentro/afuera–; ya no ocurre que se pertenezca si se satisface una propiedad y que no se pertenezca si no se la satisface.
No se pertenece por afiliación ideológica ni por verificación de una regla.
En medio de la destitución, de la desolación, de la fluidez, uno pertenece a los sitios en los que puede pensar, en los que puede constituirse, en lo que puede constituirse pensando.
Uno pertenece a los sitios que, e constituyen tomándolo a uno en su operatoria de pensamiento.
Ese pensar no opera ya en los síntomas de una estructura, no opera ya en el borde interior-exterior de una topología. Opera entre términos desligados, opera configurando, uniendo con el trazo los puntos –como en los propios juegos infantiles, sólo que esta vez los puntos no están numerados a la vez, se están moviendo.
El pensamiento opera en la plasticidad de la organización. Pues una organización en la fluidez es una superficie plástica dispuesta a configurarse en cada operación frente a estímulos aleatorios.
Esta superficie plástica es la virtualidad de distintas conexiones entre los términos que la componen, que se configuran, se ligan entre sí y se vuelven a configurar de otro modo según las circunstancias. Es la virtualidad de conexiones que sólo se realizan por pensamiento en una situación.
Si, como dicen que dice Deleuze, la historia es una especie de toallón que según cómo se pliegue, determina la cercanía y la lejanía de distintos puntos, las instituciones adoptarán ese “modelo toallón”, es decir, la posibilidad de producir inteligencia por conexión entre distintos puntos que no están ligados por el organigrama sino por el pensamiento en la circunstancia.
Dos puntos se conectan por un pliegue porque esa conexión es eminentemente ad hoc y no estructural, para esa configuración y no para todo servicio.

XI En condiciones de fluidez, naturalmente permanece el esquema ontológico de la institución reproductiva. Más que inútil resulta dañino. Pues no permanece como pura representación instituyente; colabora a ciegas con la destitución.
La institución que se cree tal puede conservar su nombre, los papeles de sus estatutos y reglamentos, sus títulos, cargos y honores; puede conservar su estructura interna; puede fingir solidez.
Pero la solidez interna es incompatible con la abismal fluidez exterior. La reproducción interna de las ligaduras estructurales impide cualquier conexión con un exterior en mutación crónica.
Nuevamente aquí puede colaborar una imagen. Cada tanto en Discovery Channel exhiben el impresionante fenómeno cordillerano de los ríos de piedras. Es buena imagen para esta supuesta solidez en medio de la fluidez. Mirados desde lejos son ríos; se ve una fluidez homogénea como la del agua. Cuando la cámara se aproxima, vemos con asombro y repulsión que esos ríos están compuestos de piedras de unos dos metros de diámetro.
En su interior esos bloques son estricta, confiada, estructuralmente sólidos. Sólidos en su interior inoperante, porque no pueden conectar con un exterior si no es bajo la forma del choque aleatorio, improductivo, destructivo, corrosivo, lisa y llanamente estúpido. El recinto en que la materia choca así y no puede ya llamarse institución.
El nombre galpón le ajusta mejor.

XII La perplejidad es la experiencia de que lo configurado se está desligando. Lo configurado no es lo instituido que provee una forma al devenir sino lo que se está descomponiendo en esta deriva actual; si no se lo configura aquí y ahora, si no se lo organiza, de por sí no determina organización sino dispersión.
La perplejidad así planteada es la antesala del pensamiento, es lo que permite deshabituarse de las costumbres adquiridas para poder entrar en una situación de otra característica.
Y si nuestro mundo es indeterminado, entonces estas perplejidades no se sucederán como crisis accidentales sino como antesala inevitable de cualquier situación.
En este sentido decía al principio que la perplejidad ha venido para quedarse.
En un mundo coordinado por el Estado, la subjetividad generada por la familia permite pasar a la escuela, de la escuela pasar a la fábrica, a la oficina, al hospital, al cuartel; uno puede ir pasando a través de distintas situaciones porque están regidas por la misma lógica.
Pero sin una instancia que coordine, los recursos subjetivos pertinentes para habitar una situación no son pertinentes para otra; la entrada en cada situación tendrá que atravesar su momento de perplejidad – o uno, para ingresar en cualquier situación, tendrá que atravesar el momento de perplejidad para poder constituirse según la situación lo condicione.
Si es un insumo habitual, quizás la perplejidad no tenga –pero esto es especulación pura– el correlato de sufrimiento que nuestra subjetividad estatal le atribuye al término. No digo que sea una fiesta; sólo que no es ya un desgarro de lo instituido.
En todo caso, hemos de ver si somos bichos capaces de crear en nosotros otros bichos dotados con el insumo de la serena perplejidad que no desgarra; si podemos crear las prácticas capaces de instaurar una subjetividad que pueda moverse en ese medio sin desmentir la indeterminación esencial y, a la vez, sin desgarrarse por eso. No sé si es posible; sólo sé que es necesario.

Fragmento del texto: Instituciones perplejas en Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez. Paidós, Bs. As., 2004, pp. 167-186 I

sábado, 9 de agosto de 2008

::ADD: ¿Un rasgo de la subjetividad instituida?

Cristina Corea



Fuente: Organización: Escuela de Psicoterapia para Graduados
Lugar:Buenos Aires
Expone:Cristina Corea
Fecha:03-07-99
Dispositivo: Jornadas de niños y adolescentes
Perfil: Workshop: Subjetividad actual de la niñez. La atención, su función y disfunción


1. El campo de mi intervención: naturaleza del abordaje semiológico
La semiología trata con discursos, no con perso-nas. La subjetividad con la que trata el semiólogo no es la que resulta de una observación y trata-miento clínico, como en el caso de la psicoanalista o del médico, sino que lo que la semiología llama subjetividad es el conjunto de operaciones prácti-cas – en el caso que nos ocupa, fundamentalmen-te mentales- que los discursos nos obligan a reali-zar para habitarlos.
2. Subjetividad socialmente instituida
Tengo que leer un libro escolar o universitario. Es-toy obligado a subrayarlo, a identificar ideas prin-cipales, a relacionar las ideas de ese libro con otro, a realizar una ficha bibliográfica, a ubicarlo en el conjunto de una bibliografía, en el interior del programa de la materia, a producir un resu-men, a contestar consignas; he de someterme in-cluso a un ritual llamado examen en que se me evaluará en el desempeño de todas las operacio-nes anteriores: soy una subjetividad pedagógica. El conjunto de esas operaciones, que el sujeto realiza a través de un sinnúmero de prácticas es lo que instituye la subjetividad. Está claro que todas las operaciones mencionadas requieren de la me-moria; que la memoria es una condición esencial para llevarlas a cabo. Y que la memoria se institu-ye también como efecto de las prácticas pedagó-gicas: el control de lectura, el examen, la escritu-ra, son prácticas que, alentadas desde la escuela o la universidad, tienen como fin la institución de la memoria como una de las condiciones materia-les básicas para el ejercicio de las operaciones que requiere el discurso pedagógico. Pero no sólo eso: el discurso requiere también que se esté concentrado: esto, en términos prácticos, significa: sen-tado en un solo lugar, sin moverme. En lo posible sentado/a (de lo contrario no puedo ni subrayar ni escribir, ni tomar notas); alejado de otros estímu-los: concentrarme significa estar en una relación de intimidad con mi conciencia, si leo, escucho mi voz, que es como escuchar mi pensamiento, si es-cribo, veo mi letra, que es como leer mi pensa-miento, si pienso, o razono (por ejemplo una con-signa) sólo tengo que escuchar mi propia voz, o la voz del texto, con la que entro entonces en diálo-go. Pero siempre concentrada: es decir, centrada toda en un punto, alejada de cualquier estímulo que interfiera esa relación de intimidad (y de inte-rioridad) que establezco con mi conciencia para pensar. Al respecto, resulta es ilustrativa la expre-sión del estudiante atribulado: "no me entra; no me entra". Todo lo cual habla de una correlación entre memoria, atención y pensamiento en un es-pacio interior.
3. Miro la tele: tengo que estar lo más olvidada posible. En lo posible tirada. En lo posible, hacien-do otra cosa. Nadie mira tele mirando concentrado la pantalla. Eso no existe. Cuando apareció el con-trol remoto, la abuela de un amigo mío, que no se había enterado de qué se trataba, decía que ahora los programas venían mucho más cortos, sin ad-vertir que mi amigo le estaba dando como loco al zapping. Frente a la interioridad y a la concentra-ción, requeridas por el discurso pedagógico, el discurso mediático (TV, radio, diario) requiere ex-terioridad y descentramiento: recibo información que no llego a interiorizar – la prueba es que al minuto de haber hecho zapping no recuerdo lo que ví- y debo estar sometido a la mayor diversi-dad de estímulos posibles: visuales, auditivos, táctiles, gustativos. Estoy mirando tele y estoy haciendo a la vez otra cosa: comiendo, tomando mate, coca o cerveza, tejiendo, jugando, estu-diando, etc. Lo más radical en todo esto es lo más obvio: no miro un programa, miro la tele, veo el zapping, es decir, la serie infinita de imágenes que se sustituyen unas a otras sin resto ante mis ojos.
Tesis: el discurso mediático no instituye memoria: ningún estimulo actual requiere del anterior para ser decodificado. La concentración no es una con-dición material requerida por el discurso.
Entro a un shopping, a un bar, incluso a la sala de espera del médico o del odontólogo: una pantalla (una por lo menos) sale a capturar mi mirada, o la FM se mete en mis oídos. Salgo, tomo un taxi: de nuevo la FM (o la AM, o a lo mejor tengo suerte y el tachero me habla de lo que vio anoche en Grondona). Todo huele, todo suena, todo brilla, todo, todo, significa. La subjetividad socialmente instituida está saturada de estímulos; la desaten-ción es el modo pertinente de relación con el dis-curso: una subjetividad sobresaturada de signos. La desatención (o desconcentración) es un efecto de la hiperestimulación: no hay sentido que quede libre: no tengo más atención que prestar.
Tesis: la subjetividad contemporánea se caracteri-za por un predominio de la percepción sobre la conciencia.
4. Podemos oponer entonces dos tipos de subjeti-vidad: la instituida por las prácticas pedagógicas y la instituida por las prácticas mediáticas.
En el primer caso, estamos ante prácticas que ins-tituyen la conciencia y la memoria como su efecto posterior. Se produce una hegemonía de la con-ciencia sobre la percepción, sistema que es necesario obliterar para la eficacia del funcionamiento de la razón. Un sujeto pedagógico interesado es un sujeto atento. Pero mientras el interés puede ser la causa de la conciencia, no puede serlo de la percepción, que tiene como causa el estímulo. Co-rrelativamente, mientras el efecto del interés so-bre la subjetividad se manifiesta en el ámbito pe-dagógico como reflexión; el efecto del estímulo en la subjetividad se manifiesta en el ámbito mediáti-co como saturación. La subjetividad contemporá-nea es una subjetividad en que la percepción hegemoniza la conciencia.
5. Junto con la subjetividad social se instituye un tipo de relación con el tiempo. La relación de los sujetos con el tiempo, en términos socioculturales, no es filosófica sino práctica. Poco importa qué idea tenga yo del tiempo. Cuando miro tele estoy viviendo la puntualidad del instante, de un tiempo sin pasado ni evolución. Cuando leo o estudio es-toy viviendo la experiencia de un tiempo acumula-tivo, evolutivo, en el cual un instante b requiere de un instante a previo que le dé sentido y lo sig-nifique. La lectoescritura, como operación básica del discurso pedagógico instaura una temporalidad de acumulación y progresión. El tiempo es lineal y ascendente. Las unidades se ligan según remisio-nes específicas muy fuertes: relaciones lógicas de causalidad, implicación, retrospección, anticipa-ción, etc. ligan las unidades del discurso de la le-tra. No sucede lo mismo con el discurso de la imagen, en el cual una unidad reemplaza exhaus-tivamente a la siguiente sin requerirla en lo más mínimo: ni anáfora ni catáfora, toda imagen que es sustituida cae en el no ser, para ser luego re-emplazada por otra que a su vez correrá el mismo destino. La lógica es la del consumo. Entre el ins-tante a y el instante b no hay ningún tipo de rela-ción.
5. Podemos establecer una relación curiosa e in-quietante: el síndrome de déficit atencional detec-ta como patológicos una serie de rasgos que co-rresponden, al menos descriptivamente, a la sub-jetividad socialmente instituida. En el shopping, haciendo zapping, en un boliche, en el videogame, soy un desatento. Basta con intentar hablar con el marido de una cuando hace zapping o cuando lee el diario mientras come para saberlo.
Los médicos1 establecen una distinción entre sín-drome vero y pseudo síndrome. El pseudo sería un síndrome mal diagnosticado que encubriría un cuadro más grave –o más leve. Pero también es posible conjeturar otra vía de realización del pseudo síndrome: que se estén tomando como patológicos los rasgos de la subjetividad social-mente instituida que hacen síntoma –justamente- en el discurso pedagógico. El sujeto social actual no es compatible con las prácticas pedagógicas; por eso no es casual que sea en el contexto esco-lar donde se detecte la disfunción.


1 Benasayag, León, Síndrome por déficit de atención ADD- hiperactividad versus pseudo síndrome disaten-ciaonal, Revista Assapia, 1997.


Cristina Corea / 3 www.estudiolwz.com.ar

lunes, 4 de agosto de 2008

:::pensamiento crítico/pensamiento constituyente

franco ingrassia
01.
Comencemos por describir al pensamiento crítico tal como lo conocimos. Es decir, a la crítica como subversión.

02.
Hasta hace no demasiado tiempo, nos movíamos en situaciones que considerábamos saturadas de ordenamientos. Nuestra percepción de las mismas se apoyaba en la idea del predominio de la consistencia sobre la inconsistencia, de la estabilidad sobre la inestabilidad.

03.
Sin embargo, no le concedíamos a esta estabilidad predominante el estatuto de orden natural, sino que nos habíamos entrenado en ver en ella el resultado contingente pero perdurable de las luchas, el producto de un sinnúmero de batallas estratégicas. El poder predominaba. Pero no sin resistencias.

04.
De hecho, la estabilidad nunca podía prescindir de los procedimientos continuos de estabilización. Estas microprácticas de sujeción, que con Foucault aprendimos a llamar disciplinas, eran las que de forma incansable mantenían más o menos estables las articulaciones entre “los cuerpos, los nombres, las tareas y los lugares.” (La expresión es de Rancière.)

05.
Cada proceso local de estabilización era, a la vez, una ocasión de subversión. El pensamiento crítico se materializaba en procedimientos de desestructuración. Su labor era analítica: de lo que se trataba era de descomponer las articulaciones que las disciplinas producían.

06.
Enemigas de toda consistencia, las estrategias de la crítica se concentraban en esta operación de desmontaje. El desordenamiento de las articulaciones establecidas era el trabajo crítico por excelencia. La crítica demolía. (O al menos lo intentaba.)

07.
Así pensábamos. Así militábamos. Y así fue como la segunda mitad del siglo XX fue testigo de la emergencia de potentísimos movimientos sociales de desestructuración de las relaciones entre trabajo y capital, entre hombres y mujeres, entre campesinos y terratenientes, entre jóvenes y adultos, entre incluidos y recluidos, entre naciones ricas y naciones pobres, entre locos y cuerdos, entre naturaleza y sociedad. Potentísimos movimientos críticos que conmovieron las bases de la sociedad disciplinaria, forzando una mutación radical en el diagrama del poder: el pasaje a nuestras sociedades de control. Una mutación que podríamos pensar en términos de profunda alteración de la ontología de lo social.

08.
La palabra clave de esta alteración es “dispersión”. El poder se vuelve postestructuralista. No opera ya por fijación sino por modulación de recorridos “libres”. El capital financiero (es decir el movimiento incierto del capital) hegemoniza al capital productivo (es decir, el movimiento predecible del capital). Esta nueva lógica no necesita del predominio de la estabilidad sino de la inestabilidad generalizada, es decir, de la dispersión. La ausencia de fricción que permita activar, por modulación y de forma inmanente, los procedimientos de morfogénesis que mejor se adecuen, en cada momento, a “las inciertas demandas de un mercado cambiante”.

09.
Alteración ontológica: del predominio de la estructuración a la dispersión como presupuesto. Pura deriva no reglada de los cuerpos sólo intermitente y fragmentariamente compuestos según inestables circuitos productivos que no permiten ninguna previsión.

10.
Pensar en la dispersión (en el doble sentido de la expresión) significa alterar también de raíz la imagen de lo que concebíamos como pensamiento. Si el pensamiento crítico era un pensamiento deconstructivo, las resistencias contemporáneas hoy elaboran un nuevo constructivismo inmanente centrado mucho más en la producción de nuevas formas de lazos comunitarios en contextos de dispersión que en la desestructuración de las formas cohesivas flexibles y autodesmontables del poder.

11.
Si en la era disciplinaria de lo que se trataba era de desplegar un crítica a nuestras condiciones de existencia, en la era contemporánea nuestra tarea es la de constituir modos de vida (es decir, subjetividades) que logren suspender nuestras condiciones de inexistencia.

12.
La crítica, de todos modos, no queda totalmente abandonada. Gana un nuevo lugar como momento táctico dentro de las estrategias constituyentes. Así como las estrategias críticas precisaban de la constitución de las máquinas de guerra que permitiesen efectuarla, muchas veces, en medio de las experiencias contemporáneas de producción de subjetividad, emergen obstáculos específicos que deben ser desmontados. Los procedimientos críticos actúan allí al servicio de la actividad constituyente.

13.
La enigmática irrupción de la dispersión desarticula significativas porciones de nuestros esquemas de pensamiento heredados: entre territorialización y desterritorialización, autonomía y heteronomía, poder y resistencia, capital y trabajo, estructura y acontecimiento nos vemos forzados a acostumbrarnos a ver emerger este problemático tercer término (que no es acontecimiento, ni inconsistencia, ni vacío ni mucho menos negatividad). La dispersión caotiza los juegos hasta ahora jugados y vuelve sus reglas completamente difusas, presentándose ante nosotros como un auténtico desafío de pensamiento. ¿Con qué conceptos, de acuerdo con qué lógicas, a partir de qué hipótesis podremos pensar en la dispersión?

14.
Creemos que es posible reactivar, sin embargo, algunas orientaciones clave. Señalemos algunas: La invención, por parte de Marx, de un materialismo no-contemplativo. La concepción spinoziana de la potencia como encuentro de los cuerpos con aquello de lo que son capaces. La apuesta de Castoriadis por un proyecto de autonomía. La investigación, en el último Foucault, de las formas de plegamiento de las fuerzas sobre sí mismas, es decir, de los dispositivos de subjetivación.

15.
Materialismo, potencia, autonomía y subjetivación que resuenan, para nuestros oídos, en la propuesta zapatista de no intentar transformar el mundo sino, simplemente, construir uno nuevo.

f.i.
Octubre del 2004

:::MUTACIONES

franco ingrassia


01. introducción

"Yo simplemente no puedo entender lo que se puede hacer con el obrero europeo ahora que se ha hecho una cuestión de él. Está demasiado cómodo para no pedir más y más, como para no exigir con mayor inmodestia. Después de todo, tiene el número de su lado. Ya ha desaparecido la esperanza de que un tipo de hombre modesto y autosuficiente (...) pueda desarrollarse a partir de él (...) ¿Pero qué se hizo? Todo para matar en el huevo las precondiciones para lograr eso (...) Se habilitó al obrero a prestar servicio militar, se le dió derecho a organizarse y votar: ¿Cómo sorprenderse entonces de que el obrero de hoy viva su propia existencia como angustiante? Si uno quiere el fin, uno también tiene que querer los medios: si uno quiere esclavos, uno es tonto si los educa para ser amos."

(Nietzsche, 1971 [1888])

Este trabajo se propone aportar algunos elementos para pensar las transformaciones originadas a finales de los años setenta y todavía en curso. Indagar modalidades posibles de formalización teórica de las transformaciones internas al modo de producción capitalista, la reconfiguración de las formas dominantes de estatalidad y la resingularización del antagonismo y la subjetividad obrera.

Las transformaciones se aceleran y la crítica no parece encontrar un suelo estable desde el cual poder comenzar una contraofensiva. Se tratará entonces, de asumir esa inestabilidad, esa permanentización del desequilibrio como condición de partida, desarrollando un trabajo de pensamiento móvil y flexible. Tan precario y provisional como activo y transformador.

Comenzaremos entonces por un conjunto de aproximaciones a la crisis en relación a la cual el posfordismo se presenta como respuesta.


02. el impasse

El fordismo, como "paradigma productivo" y el taylorismo, como modalidad de organización del trabajo, constituyen los elementos nucleares de un largo ciclo de acumulación capitalista.

Con el presupuesto de una demanda siempre creciente, el fordismo reducía costes aumentando los volúmenes de producción en un proceso de expansión cuantitativa siempre creciente, aumentando la productividad del trabajo a través de la intensificación de los ritmos de trabajo y de la organización heterónoma de cada fase del proceso productivo.

Resulta difícil para nosotros, por la profundidad de los cambios producidos por la "revolución" fordista, reconstruir la fase anterior de la producción capitalista, momentos iniciales de la "subsunción formal" del trabajo en el capital. En esos momentos originarios, el capital se limitaba a reeditar los modos de producción precapitalistas imponiéndoles la normativa de la relación salarial y convirtiéndolos, de esta manera, en "trabajo productivo", es decir, actividad susceptible de producir plusvalía. En esos grandes talleres preindustriales de manufactura, los flamantes obreros se limitaban a continuar elaborando sus productos según saberes y procesos productivos artesanales, precapitalistas. El capital se limitaba a esperar, por así decirlo, "afuera" del proceso de producción, para pagar al obrero su salario, colocar al producto en el mercado, transformándolo en mercancía y apropiarse del plusvalor escamoteado al trabajador al final del ciclo.

Como en una representación inversa del nomadismo obrero de los tiempos actuales "las manufacturas eran débiles e inestables, al estar obligadas a desplazarse a donde hubiera obreros hábiles." (Coriat, 1982). El obrero de oficio ejercía su fuerza contra el capital a través de la gestión del saber productivo (y de su escasez) y del control de los ritmos del trabajo. Es de este modo que las organizaciones obreras pretayloristas se concentran, no tanto en la capacidad de acción coordinada sino en la determinación de criterios para la transmisión de los saberes. Los obreros, salvo casos excepcionales, permitían únicamente a sus hijos devenir aprendices y heredar sus secretos. Es esta situación de escisión la que aparece manifestada claramente en el Manifiesto de los Delegados de las Corporaciones Obreras, de 1849, "la cuestión del trabajo se divide en dos partes: la organización particular del taller y la organización del intercambio general de los productos". Producción e intercambio aparecían como esferas heterogéneas pero articuladas, cada una con su legalidad propia, cada una con su figura dominante, trabajo y capital.

La superación de ese obstáculo en la acumulación del capital vendrá de la mano del cronómetro (Taylor) primero, y de la línea de montaje (Ford) después.


02. el principio oculto del taylorismo

"Si la fábrica taylorista era una estructura productiva feroz, despótica, agresiva, es porque era "dualista". Porque se fundaba en la idea de una separación y de una contraposición estructural entre los principales sujetos productivos. La fábrica incorporaba, en su misma "constitución", el conflicto, la relación de fuerza. Para superarlo, ciertamente; para disolverlo en la universalidad objetiva de la ciencia, pero no sin un resto irreductible en su mismo planteamiento: la alteridad obrera dentro del sistema de máquinas ha sido, hasta el final, el principio oculto del taylorismo."

(Revelli, 1996)

Bienvenidos a la "fábrica dual", a la fábrica fordista. A su derecha, la línea de montaje, producto cúlmine de la expropiación capitalista del saber productivo de los obreros. A su izquierda, los técnicos, los obreros de cuello blanco, los mandos intermedios, sosteniendo la rígida estructura jerárquica que tensa la actividad productiva. Fuera de escena, oculta como el mundo subterráneo de Metrópolis, la potencia productiva, la alteridad obrera.

El fordismo, en tanto transformación de la "composición técnica" del capital, es correlativa de una mutación de la "composición subjetiva" del trabajo. Nacimiento de una nueva figura obrera que con el tiempo devendría central: el obrero-masa. Tomando el relevo del obrero de oficio, producto de la violenta subsunción formal del artesanado precapitalista, esta nueva figura presenta una serie de características, fortalezas y debilidades completamente diferentes. Descualificado y polivalente, se trata del sujeto de un trabajo no ya individual sino cooperativo. El obrero masa ya no fabrica el producto en su totalidad de manera individual, sino que co-opera, produce de manera colectiva a partir del ensamble de distintas operaciones productivas parciales. Pero la cooperación es casi por completo organizada "desde afuera", por el mando capitalista, a través de la organización científica del trabajo. Se trata de un proceso de abstracción, de definición en términos genéricos de tareas parciales dentro del ciclo productivo para que puedan ser realizadas en el menor tiempo posible, maximizando por lo tanto la productividad. El obrero masa es por lo tanto un trabajador sin oficio concreto, pero con capacidad de trabajo abstracto (es decir, con capacidad de decodificación de la definición de la tarea asignada y de su traducción en acciones productivas específicas). Se trata además, como mencionamos anteriormente, de un trabajador que no fabrica el producto en su totalidad de manera individual. Las economías de escala, la expansión de los mercados de consumo de la posguerra y la estrategia de abaratar costos unitarios aumentando el volumen de la producción general llevan a la concentración de un gran número de estos nuevos sujetos productivos en grandes unidades de producción. El territorio ha sido reconfigurado. Los protagonistas están en posición. La refundación del movimiento obrero está por comenzar.


03. el fin supuesto de la organización

"La dirección está hasta tal punto preocupada por sus esfuerzos tendientes a controlar a los obreros, que pierde de vista el fin supuesto de la organización. Un visitante imprevisto, por cierto se quedaría asombrado al enterarse de que ese fin es asegurar la producción."

(Whyte, 1955)

Así como el obrero profesional hacía de la gestión del saber productivo su principal estrategia de lucha contra los patrones, el obrero-masa descubre rápidamente su principal arma. "Después de todo, tienen el número de su lado". La capacidad de acción concertada, la unidad y la organización centralizada constituirán principios que convenientemente ritualizados, es decir desconectados de las experiencias materiales en las que estaban arraigados, persistirán hasta nuestros tiempos en lo que queda de los sindicatos industriales. El obrero-masa descubre su fuerza en su capacidad de cortocircuitar la escisión entre mando y producción, en la capacidad de tender redes autónomas de contragestión del proceso de producción, volviéndose una "variable independiente" en el proceso productivo. La huelga emerge en este momento como el instrumento clave, la materialización culminante del poder del obrero-masa, de su capacidad de influir de forma directa en la producción, obligando a los patrones a instrumentar instancias de negociación. En este punto, el sindicato industrial emerge como detentor del "monopolio de la negociación", cuestión fundamental a la hora de lograr que todos los vectores de conflictividad confluyesen en un mismo punto, generando la mayor fuerza posible.

Se genera en este momento, un proceso doble de "constitucionalización del trabajo", es decir, de codificación jurídico-legal del antagonismo obrero.

Por una parte (con cronologías diferenciales según el grado de desarrollo de cada país o zona geográfica) comienza a reformularse o, en algunos casos, a instituirse un cuerpo de leyes con injerencia sobre la esfera productiva. Muchas de reivindicaciones históricas se ven plasmadas jurídicamente (derecho a huelga, derecho de asociación y reunión de los trabajadores, prohibición del trabajo infantil, establecimiento de salarios mínimos, reglamentación de los despidos, aguinaldos, indemnizaciones, establecimiento de la jornada de ocho horas, sábado inglés, etc.). El Estado comienza a configurarse como una parte interviniente en el tenso proceso productivo.

Por otra parte, se genera el movimiento inverso, de la fábrica al Estado. Es el momento de la consolidación de los grandes partidos obreros y de una reconfiguración profunda de las formas de la estatalidad en el llamado Estado keynesiano, mediante un proceso que podría describirse como un dislocamiento político del antagonismo social. Permitiendo descomprimir ciertas tensiones del ámbito productivo, aseguramdo la producción, la nueva tarea del Estado consistrá en funcionar como espacio de concertación de clase, sustituyendo el antagonismo económico-social por la correlación de fuerzas políticas, alejando al menos en parte las dinámicas de conflictividad y sus fluctuaciones del corazón del proceso productivo. Lo que realmente estaba en juego en el Estado keynesiano, en la definición de sus políticas impositivas, monetarias y sociales, era qué porción del plusvalor retornaría de manera indirecta a sus productores, en tanto nuevos niveles de socialidad, de expansión de la esfera público-estatal y qué porción contribuiría a la valorización del capital.

Pero esta expansión de lo público, estos niveles crecientes de bienestar en el ámbito de la reproducción (salud, vivienda, educación, sistemas de pensiones, etc.) no eran sin costes. Por una parte, el anudamiento de lo público a lo estatal signaba todos estos espacios de reproducción, organizándolos según lógicas disciplinarias y constituyéndolos no sólo como lugares de "reproducción ampliada" del trabajo sino también en tanto espacios de reproducción de las relaciones de clase existentes.

Sin embargo, la cita de Nietzsche es certera, el obrero estaba "demasiado cómodo para no pedir más y más". Y, casi proféticamente, señala en las causas de esta "desmesura obrera" en los procesos de "ciudadanización" de los trabajadores, en las relaciones que el Estado establece con la masa de trabajadores.

Se constituye una especie de "ciclo virtuoso" en el cual a niveles crecientes de conflictividad se repondía con niveles crecientes de politización del conflicto y por tanto con una traducción de la intensidad antagonista en una "expansión de la "socialidad" instituida desde el Estado" (Revelli, 1996) la cual a su vez servía de punto de partida más elevado para nuevas luchas y reivindicaciones. El ciclo casi generalizado de luchas obreras de los años 60 y los 70 generan, por una parte, un nivel de expansión del bienestar y de redistribución equitativa de la renta que nos tienta a recordar esas épocas con nostalgia, y por otra parte una profunda crisis en el seno del capital, al verse impedido de continuar incrementando la tasa de ganancia como consecuencia de la "desmesura" de los salarios (tanto en sus componentes directos de contraprestación, como en sus componentes indirectos, es decir, de la renta socializada a través del Estado).

Los contenidos de estas luchas comenzaban también a resultar desconcertantes para el capital y para buena parte del movimiento obrero institucional. El rechazo al trabajo, el diseño de proyectos vitales en los cuales el trabajo fuese más "un episodio en una biografía" (Virno, 2003) que el elemento central de todo proyecto vital, la exigencia de espacios crecientes de gestión obrera de los procesos productivos, la crítica a las tareas repetitivas y alienantes y la reivindicación de las capacidades creativas de los obreros eran modalidades de "retorno de lo reprimido" por la "racionalización" heterónoma impuesta por la "organización científica del trabajo" en la cual el trabajador quedaba reducido a mero apéndice del sistema de máquinas, inyección pura de trabajo vivo a través de una acción desprovista de cualquier contenido subjetivo.

Los límites impuestos por la saturación de los mercados de consumo (que dificultaban la clásica estrategia de la expansión del volumen de producción como forma de maximizar el beneficio) como por las perspectivas de agotamiento de los recursos no renovables sumados a las nuevas modalidades de gestión de la información que posibilitaban las nuevas tecnologías microelectrónicas serían también elementos claves en la profunda reestructuración que comenzaría a fines de los 70. Se trataba de ir más allá de los paradigmas existentes. De dar otras respuestas a los mismos problemas a los que los movimientos antagonistas intentaban responder. Del fordismo al posfordismo, del welfare state al estado poskeynesiano, de la mediación política a las configuraciones pospolíticas del antagonismo. En palabras de Paolo Virno, se trataba de dar inicio a "la contrarrevolución".


04. pensar al revés

"Hay dos maneras de incrementar la productividad. Una es incrementar las cantidades producidas, la otra es reducir el personal de producción. La primera es evidentemente la más popular. También la más fácil. La otra, en efecto, implica repensar la organización del trabajo en todos sus detalles."

(Ohno, 1978)

"Si es cierto que la clase obrera impone objetivamente opciones precisas al capital, es cierto también que el capital materializa después estas opciones en clave antiobrera."

(Tronti, 1964)

La clave de la mutación posfordista reside en la traducibilidad entre ruptura e innovación. Para poder comprender desde una perspectiva genética las transformaciones actualmente en curso tenemos que ser capaces de leer en ellas la "materialización en clave antiobrera" de los elementos centrales de ruptura antagonista de la anterior fase del desarrollo del capital.

La fábrica posfordista pierde sus características de espacio fuertemente territorializado, de punto de concentración de los recursos productivos para diseminarse en la sociedad. Emerge el modelo de la empresa-red, que "permite una mayor diferenciación de los componentes de mano de obra y capital de la unidad de producción y probablemente incorpora mayores incentivos y una responsabilidad escalonada, sin alterar necesariamente el modelo de concentración del poder industrial y la innovación tecnológica." (Castells, 2000). Se trata de pensar la materialización de los ciclos productivos en una trama difusa de nodos de producción con capacidad de operación relativamente autónoma. Mientras las grandes fábricas fordistas comienzas procesos de automatización, informatización y externalización del trabajo ("outsourcing") surgen empresas-red de nuevo tipo que carecen desde un principio de unidades productivas propias, limitándose a concentrar las capacidades de organización logística de los recursos, la producción de marca y la distribución (por ejemplo, Bennetton).

A fines de los años 70 los modelos de gestión japoneses comienzan a diseminarse por Europa y Estados Unidos, convirtiéndose en la piedra angular de la "contrarrevolución posfordista". La obra de Ohno, vicepresidente de Toyota, resulta fundamental. Para Ohno, los pilares del "toyotismo", en tanto sistema de producción son dos: (1) la producción "just in time" y (2) la autoactivación de la fuerza de trabajo.

Detengámonos en este segundo punto. De lo que se trata es de "poner a trabajar" la subjetividad obrera, aquel elemento que el fordismo buscó desesperadamente eliminar del proceso productivo, conjurándolo como vector de subversión. Como indica André Gorz, uno de los elementos esenciales en la producción flexible del sistema Toyota "es que resulta indispensable una gran proporción de autogestión obrera del proceso de producción para obtener, a la vez, un máximo de flexibilidad, de productividad y de rapidez en la evolución de las técnicas y en el ajuste de la producción a la demanda. Mientras que, para el taylorismo, había que combatirlos como la fuente de todos los peligros de rebelión y de desorden, la autoorganización, el ingenio y la creatividad obreras eran, para el toyotismo, un recurso que se debía desarrollar y explotar." (Gorz, 1998) De un sistema disciplinario, donde la clave del dominio del proceso productivo consiste en poder determinar normativamente todas y cada una de las tareas necesarias en el proceso de producción, la gestión se desplaza a un paradigma centrado en la modulación, a través de redes de control, de la autoactivación (capacidad de autogestión, ingenio, creatividad, en una palabra, subjetividad) obrera.

La flexibilidad y el control también se traducen en términos de precarización del trabajo. Los teóricos del posfordismo están comenzando a aplicar las categorías con las que Marx analizaba al ejército industrial de reserva a la totalidad de la fuerza de trabajo. Si en el posfordismo la ocupación tendía a ser estable y los períodos de desocupación excepcionales, hoy la tendencia parece invertirse configurando una fuerza de trabajo en principio superflua y que sólo deviene productiva (esto es, productora de plusvalía) si existe demanda en el mercado. En un contexto cada vez más fluctuante, el capital se convierte de forma creciente en un elemento que parasita la cooperación social preexistente, que "absorbe la productividad del trabajo social traduciéndolo en valor de cambio" (Virno, 2003).

05. ante todo, la policía

"La idea de que el Estado es ante todo la policía resulta difícil de admitir por parte de aquellos que durante mucho tiempo han imaginado un desarrollo de la libertad también como una disminución de la función represiva del Estado."

(Vattimo, 1991)

Si el Estado keynesiano penetraba en la fábrica, urdiendo "un proceso de constitucionalización del trabajo, es decir, la mediación y la disposición de las fuerzas productivas y antagonistas del trabajo dentro de la constitución jurídica del Estado, que a su vez hunde sus cimientos en estas mismas fueras del trabajo" (Hardt y Negri, 2003), deviniendo de este modo mediación política del antagonismo social, si las prácticas militantes contra la operatoria estatal consistían en organizar la sustracción fragmentaria de los intercambios sociales de esta heteronomía, hoy las cosas han cambiado significativamente.

El proceso de subsunción real de la sociedad en el capital repercute en el Estado de manera certera. Si la lógica de lo estatal era la lógica de la mediación de los conflictos, si los aparatos estatales funcionaban como dispositivos de recaptura de los elementos antagónicos, hoy esta dialéctica pierde su fundamento y el Estado es absorbido por la lógica del mercado. La "absorción de la política por las costumbres parlamentarias" (Milner, 2003) es sólo un síntoma de la mutación contemporánea del Estado que "asiduamente extenuado, ora por adelgazamiento, ora por expansión cancerosa, se desinteresa de todo lo que no hace de él un amplificador de lo rentable, pero se muestra interesado en toda forma de rentabilidad. Todo progreso del Estado puede pasar entonces por un progreso de la forma-mercancía." (Milner, 2003). Haciendo de la lógica mercantil su principio, el Estado no desaparece sino que se transforma. Convertido en una fuerza más que opera en el mercado (y no ya sobre el mismo), el Estado consigue alcanzar su propia estabilidad "mediante una abstracción jurídica respecto del campo social" (Hardt y Negri, 2003) que John Rawls, un autor clave en la teoría jurídica neoliberal, denomina "el método de elusión" (Rawls, 1996). Se trata de un método que, identificándose especularmente con los procedimientos militantes de sustracción, los invierte formulando "un procedimiento por el cual un régimen democrático puede eludir (y no resolver) los conflictos sociales con el fin de mantener la unidad estable de su orden" en la cual "la función de la policía es crear y conservar una sociedad pacificada, o la imagen de una sociedad pacificada, impidiendo la incidencia de los conflictos en la máquina del equilibrio" (Hardt y Negri, 2003).

El pasaje de un paradigma de gestión del conflicto basado en la mediación a uno sostenido en la idea de la dispersión es correlativo a un fenómeno de fragmentación generalizada del campo social. La noción misma de sociedad civil pierde su fuerza descriptiva al confrontarse con el proceso de deconstrucción de las instancias de estructuración social que habían hecho de la mediación (o de la "lucha por el reconocimiento" previa a toda mediación) su razón de ser. El proceso de desmantelamiento no afecta tanto al Estado (que tiende más bien a reestructurarse, a reasignar sus recursos desde esta nueva lógica) sino a la sociedad misma, que pierde progresivamente su consistencia y se convierte en una especie de "caudal liminar", dispersión generalizada de individuos atomizados prácticamente sin contactos los unos por los otros, donde toda interacción posible se reduce al intercambio mercantil que, a diferencia de la sociabilidad estatal-keynesiana, es por estructura una dinámica no exhaustiva, incapaz de producir cohesiones duraderas y de conjunto sino una serie aleatoria de factores de cohesión temporales y locales. Este tipo de movilidad y la pérdida de fundamento de las modalidades de estructuración colectiva orientadas a la mediación en el Estado generan una deconstrucción de la figura del ciudadano, un tipo subjetivo que queda desplazado ante la potencia de una nueva figura emergente, el consumidor.

06. isomorfismos

Si pensamos conjuntamente (1) el proceso a través del cual el Estado reemplaza la mediación representativa por los procedimientos de elusión como modalidad básica de gestión de los conflictos, (2) la mercantilización generalizada de los intercambios sociales que causan la transición del ciudadano al consumidor como tipo subjetivo dominante y (3) el "devenir superfluo" de los espacios de estructuración de la sociedad civil (antes legitimados por su capacidad de representar a los ciudadanos en las distintas instancias estatales de mediación) podemos a la vez comprender en parte las causas de la "crisis de ciudadanía" imperante en la sociedad capitalista contemporánea e identificar significativos isomorfismos entre algunas prácticas estatales poskeynesianas y ciertos procesos de gestión posfordistas de la fuerza de trabajo.

Los procedimientos de elusión no implican la producción de una máxima distancia entre el Estado y la sociedad sino una gestión precisa de la permeabilidad de esa frontera. Descartados los mecanismos representativos que eran inherentes a lógica keynesiana de la mediación del conflicto la forma-Estado contemporánea inserta progresivamente episodios de participación en sus secuencias de gestión. Se trata de procesos de construcción local y provisoria de ciudadanía, destinadas a producir los "inputs" necesarios para organizar las líneas de gestión que el Estado, completamente vaciado de su dimensión representativa, no podría desarrollar por sí mismo. Estos mecanismos devienen importantísimos dispositivos de producción de legitimidad. De alguna manera, el proceso sugiere la noción de "autoactivación de la ciudadanía". No se trata de procesos de "falsa participación" en los que se intente manipular a los ciudadanos, o al menos no es esto lo esencial. Los gobernantes tienen tanto interés por escuchar lo que los ciudadanos tengan para decir acerca de la gestión estatal como a los directivos de la Toyota o la Volvo les interesan las propuestas de sus trabajadores acerca de los procesos productivos. De lo que se trata es de poder hacer una lectura de las secuencias más amplias en las que estos procesos de participación de insertan, y en las condiciones que los hacen posibles. Nuevamente las nociones de control y disciplina nos resultan útiles para establecer algunas diferencias. En las sociedades disciplinarias el dominio se materializa a través de la producción positiva de la morfología del objeto dominado, sea entendido en términos de fuerza de trabajo o de ciudadanía, a través de dispositivos de subjetivación específicos y exhaustivos cuyos modelos paradigmáticos son las "instituciones de encierro" (fábrica, escuela, hospital). En las sociedades de control, por otra parte, las prácticas disciplinarias no desaparecen sino que se desterritorializan (encontramos prácticas productivas, médicas y pedagógicas atravesando todo el campo social) convirtiéndose en procesos de modulación de las experiencias autónomas de producción de subjetividad. La "autoactivación" del campo social alimenta a sus estructuras de dominio, que se nutren de estas experiencias de autonomía insertando los productos de la creatividad social en sus procesos de gestión.


08. heterotopías

Dentro de este cuadro de situación el antagonismo, lejos de desaparecer, se reconfigura de maneras pospolíticas. Si el proceso de mediación política desaparece, la organización de su disrupción pierde también su capacidad transformadora. Las prácticas de subversión se revelan ineficaces contra una lógica de dominio que no opera ya por la estabilización de ordenamientos, por la sobrecodificación de "las prácticas que anudan a los cuerpos, los nombres, las tareas y los lugares" (Rancière, 1998) sino por la modulación flexible de las distintas dinámicas de lo social. El desafío es poder generar, en un contexto de dispersión, formas de cohesión alternativas a la generada por los circuitos de valorización del capital. En este sentido, las prácticas militantes se reformulan, centrándose en la constitución de secuencias autónomas de reproducción de la vida social, en las cuales la política pierde la centralidad de antaño, para componerse con las distintas dimensiones económicas, afectivas y culturales de la comunidad.

Ni experiencias exclusivamente alternativas ni exclusivamente de confrontación. Ni únicamente políticas ni sociales. Ni meramente cooperativas ni solamente sindicales. Las configuraciones pospolíticas del antagonismo experimentan con la hibridación de los modelos y dispositivos de organización, pensamiento e intervención anteriores. No por mero experimentalismo sino a partir de la búsqueda de composiciones adecuadas para un terreno radicalmente alterado. La "gramática de la multitud posfordista" (Virno, 2003) parte de la hipótesis de que la conflictividad social no deja reconducirse ya a oposiciones simples: la complejidad, la multiplicidad y la inestabilidad son los elementos que constituyen el plano en el que se despliegan tanto los procesos de heteronomía del capital como las experiencias autónomas, con lo cual las fronteras son difusas (pero no inexistentes), existiendo constantemente dinámicas vertiginosas de reapropiación bidireccional de los conceptos, las prácticas y los dispositivos.

La constitución de una "esfera pública no estatal" (Virno, 2003) busca partir de las capacidades de cooperación autónoma que ya existen en la sociedad (y que, incluso, constituyen la condición de posibilidad de la producción posfordista y la gestión estatal poskeynesiana) reorientando sus potencialidades a dinámicas del hacer social que "no separen a los hacedores de su propio hacer" (Holloway, 2002). Dispositivos capaces de construir habitabilidad, es decir vida comunitaria autoorganizada, en los desiertos que produce el capital financiero pero que a su vez constituyan máquinas de guerra generadoras de dinámicas expansivas de reabsorción de las competencias y reapropiación de los recursos que el Estado todavía conserva.

Más allá de cualquier dimensión utópica, este tipo de experiencias de diseminan hoy por todo el mundo. No forman parte de un proyecto único, pero sí comparten sus herramientas de pensamiento. No tienden a la constitución de una organización unificada, pero sí coordinan sus acciones y socializan sus recursos. No se identifican bajo un mismo nombre, pero sí logran reconocerse en lo que sus apuestas tienen en común.

Se trata de experiencias donde la potencia múltiple y creativa rechaza el destino impuesto de alimentar la acumulación de muerte y pasado que constituye al capital, desarrollando procesos colectivos de inmanencia, afecto, pensamiento, expansión y alegría.<<<